'Arrête o je continue' (2014)' de Sophie Fillière

'Arrête o je continue' (2014)' de Sophie Fillière

Cine & Teatro

El cine de Sophie Fillières: en la noche, yo brillo

'Ma vie ma gueule’, la última película de la cineasta francesa, desaparecida en julio de 2023, cierra una brillante filmografía dedicada a explorar el arte de la comedia

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Buscando una explicación a lo inexplicable —el porqué de lo inédito entre nosotros de un cine tan divertido e inteligente como el de Sophie Fillières—, cabría la posibilidad de ponerse estupendos y nombrar una falla antropológica que hubiera petrificado nuestro gusto. Igual que no caló aquí demasiado el cine de Jacques Demy o Alain Resnais, tampoco el de Jean Eustache, cómo lo iría a hacer el de este extraño epígono, una cineasta que aparcaba la verosimilitud y abrazaba el género cómico sin por ello dejar de salpicar su narrativa de sorprendentes derivas escatológicas (en esto, en el fondo, igual que sus maestros seniors: la melancolía motora de quien rodara La bahía de los ángeles; la “pasión por el cadáver” que Narboni detectaba en el director de El amor ha muerto; o los equilibrismo conceptuales y lúdico-lingüísticos de quien obturara los agujeros con palabras en La mamá y la puta o Une sale histoire). El cine, para Fillières, no fue sin duda la vida, pero quedaba claro que para sus habitantes, sobre todo para sus heroínas, atravesar sus películas suponía vérselas cara a cara con lo real. 

Y Ma vie ma gueule sería el gran encontronazo, el último, con lo que está debajo. Un proyecto que comenzó en 2018, se fue afinando un año después, retrasaría el covid y pudo retomarse algo más tarde por una cineasta que, enferma de gravedad, tendría que delegar en sus hijos —Agathe y Adam Bonitzer— la supervisión de un montaje para el que ya no le daban las fuerzas (nos dejaría en julio de 2023, a los 58 años). Cabría sin duda entonces escrutar la película desde la notaría cinéfila, asunto de últimas voluntades y otras fórmulas testamentarias, pero no fue eso en su origen —por muy apegada que estuviera la piel de la película a su vida (la cineasta, antes de decantarse por la veterana y resnaisiana Agnès Jaoui para el leading role, incluso le había propuesto medio en broma a la productora Julie Salvador protagonizarla ella misma)— y tampoco al final —cuando los montadores tuvieron que ir afinando un primer montaje de dos horas y media hasta dejarlo en poco más de noventa minutos—. 

Sophie Fillières (París, 1964-2023).

Sophie Fillières (París, 1964-2023).

Lo decimos porque la muerte ya había sido una compañero de viaje de Fillières, puede que el más testarudo de los obstáculos que, como en cualquier cine cómico que se precie, sobrevolaba la adecuación de los personajes a su cotidianidad ficcional. Es decir, siempre lo dejó caer, siempre señaló este límite, y ahora duele al volver a ver sus películas, como cuando en Un chat un chat (2009) Nathalie/Célimène (Chiara Mastroianni), en profunda depresión creativa, declara preferir la vejez a la muerte prematura (aunque asumiendo el dilema de un paulatino desgaste), o al atender a las distintas alergias a la proximidad de la innombrable que sacuden a Pomme (Emmanuelle Devos, gran aliada de la cineasta, en Arrête ou je continue, 2014) tras serle extirpado un tumor benigno del cerebro, o a Margaux (Sandrine Kiberlain, en su cine desde los primeros cortometrajes) en La belle et la belle (2018), que no puede soportar ni cinco minutos de la misa de enterramiento de su mejor amiga de juventud. Claros antencedentes de esta postrera Barberie Bichette, que en Ma vie ma gueule se interroga en voz alta sobre si es normal preguntarse mientras se ducha sobre cuántas veces ejecutará esa impensada ceremonia higiénica antes de pasar a mejor vida.

Ante estos retazos de sinopsis, uno podría pensar en el solemne cine de autor europeo que nos arrincona desde hace tiempo, pero no, en Fillières se trataba de otra cosa, de lo que apuntábamos al comienzo, de que si la comedia se nutre de lo humano, nada de la materialidad de la vida, de su deterioro y paulatino declive, tenía por qué serle desconocido, sino que de hecho podía ser fuente de inspiración para quien quisiera interrogarla desde esos patrones, incluso desde los más burlescos. Y para que esto brillara de verdad, la cineasta tuvo que asumir que en su oficio, más que de contar historias, se trataba de la propuesta de mundos, y hacerse con uno propio era lo fundamental. 

'L'endroit de l'envers'

'L'endroit de l'envers' PLAYLIST SOCIETY

Este proceso es lo que principalmente se infiere de la entrevista, publicada póstumamente y encabezada por un extraordinario ensayito de Charlotte Garson sobre su cine, que Quentin Mével y Dominique Toulat han publicado bajo el título Sophie Fillières, l’endroit de l’envers (Playlist Society, 2024). Las fases del aprendizaje fueron pocas y precisas: el último cortometraje en la Fémis (Des filles et des chiens, 1991), un plano secuencia central en la que dos jovencitas (Kinberlain y su hermana Hélène, otra cómplice de su carrera) jugaban, mientras caminaban, a un cada vez más crudo y despiadado “Qué prefieres”, y del que la aprendiz de cineasta sacó en claro que las palabras también podían servir para jugar, que a veces suspenden su wittgensteiniano valor de uso y pueden abismarse en el hiato y el malentendido. Igualmente, incluso de la mano de tan jóvenes e inexpertas intérpretes, supuso un primer contacto con el “placer de los actores”, esa raza impar a la que se le podía pedir lo que fuera.

Luego, con Grande Petite (1993), su primer largometraje, llegaría el primer salto al vacío, un cambio de registro (un mayor espesor dramático) para la versión inaugural del molde maestro, el de la historia de una chica en desajuste con el mundo. La oscuridad y la aspereza de esta crónica de una edad difícil nunca regresarían sin embargo tan decantadas, como si aquí Fillières hubiera ensayado unas formas tragicómicas que no le hubieran convencido del todo pero que le sirvieron para buscar un tono más cercano a su manera de arrostrar la realidad.

'Aïe' (2000)

'Aïe' (2000)

Según sus declaraciones, fue durante el montaje de Aïe (2000), su primera gran película, que Fillières descubrió que la historia sirve para traer noticias del universo que la contiene, y que éste tiene las reglas que les dan los cineastas. El molde se lo acabaría ofreciendo el cine cómico, uno de, como señala Garson, subterránea herencia burlesca, cuyo motor radica en la acumulación de impedimentos a los que se enfrenta una persona a la que la vida resulta ontológicamente difícil.

El cine pasa así, a la fuerza, por una determinada artificialidad, por un proceso de elevación, incluso de embellecimiento, pero sin olvidar a sus moradores, actores y actrices provistos de cuerpo, de uno que insiste. Fillières, que da la sensación de haber querido hablar siempre de sí misma, encontró en los intérpretes un subterfugio ideal del que se acabó enamorando: ellos ocuparían el centro del privilegiado entramado de planos/contraplanos que compartimentan este universo, ahí donde lo cómico alimenta tanto lo que se dice cómo lo que se escucha (cuyo epítome se concentra en el rostro de André Dussollier, cuando Hélène Fillières, bajo la máscara de Aïe, le hace partícipe de su procedencia extraterrestre; sin duda uno de los grandes momentos de la comedia contemporánea), y al cineasta le queda la difícil misión de elegir qué parte ofrecer a la vista y cuál al oído.

El entramado de precisión cómica lo coloniza aquí todo, y la estilización de la palabra, desde su ausencia afásica a su estrangulamiento onomatopéyico o a las aberraciones que provocan la literalidad o los significados paradójicos, nunca logran obturar del todo lo real palpitante, a veces de sorprendente explícitud —como las crisis bulímicas de Aïe en la película homónima o la búsqueda en los propios excrementos de la alianza de compromiso tragada por Fontaine (Devos) en Gentille (2005)—, que siempre ancló el cine de Fillières a una determinada esfera de lo íntimo.

'La belle et la belle' (2018).

'La belle et la belle' (2018).

Ejemplo sería la manera frontal, a veces inesperada, con la que presenta desnudos a sus personajes, a la mencionada Devos en vestuario de la piscina en Gentille o también en la ducha en Arrête o je continue (2014), a su hija Agathe al despertar en La belle et la belle, o a Jaoui frente al espejo en Ma vie ma gueule, lo que tiene que ver tanto con una rara sensibilidad frente a la materia corporal de su cine como con la mostración de una vulnerabilidad resistente sobre la que edifica sus extrañas parábolas de final más o menos feliz. 

Son estos los presupuestos temáticos y formales que comparecen en Ma vie ma gueule pero de una manera más desesperada y radical, algo que ya estaba ahí desde el principio del proyecto, parece, incluso antes de que se convirtiera en la última película de una mujer condenada a desaparecer en poco tiempo. Así, el debate sobre su inacabamiento o su posproducción delegada no parecen del todo relevantes, puesto que antes de que conociera su destino Fillières ya había decidido que Jaoui sería su ego casi sin alter: llevaría sus joyas, su ropa, habitaría su piso, acudiría a su psiquiatra..., una mujer en su sesentena a la que todo su entorno parece haber relegado a un segundo plano y que, literalmente, se convierte en el centro casi autárquico de una película, desarticulando hasta la gramática de los encuentros y careos, aquí más bien azarosos y dolorosos.

Agnès Jaoui en 'Ma vie ma gueule'.

Agnès Jaoui en 'Ma vie ma gueule'.

Barberie Bichette —último gran nombre de estirpe fillièresiana— tiene algo de la Wanda de Barbara Loden, digamos que participa de esa espesa soledad de quien habla más consigo mismo en voz alta que con los demás, y de cuyo seguimiento por parte de las máquinas del cine se podría entresacar una idea de mirada desnuda —de punto de visión— que no deja de coquetear con lo siniestro: se mira evolucionar al personaje no deseante hasta casi desdibujarse la idea misma de un fuera de campo.

Pero siempre hubo o se insinuó una posibilidad de escape en el cine de Fillières, cuyas heroínas, desde el principio, nunca parecieron del todo provistas de lo necesario para llevar adelante una vida, o quizás sólo lograron sobrevivir enganchadas a la energía de quienes las rodeaban. Película de las últimas violencias y las últimas comicidades, Ma vie ma guele ensaya, después de dos primeras partes (sendos golpes en forma de nuevas onomatopeyas: “¡Pif!” y “¡Paf!”) que desembocan en el hospital psiquiátrico, un último viaje —el que inaugura la tercera sección, 'Youkoup, la visita al espacio abierto de un paraíso natural escocés donde adquirir un poco de terreno en el que echarse fordianamente a morir— que sin embargo nos habla de una soledad reconquistada, por fin elegida, desde la que despedirse.

Sólo la perturba por un momento el sonido de la pequeña guitarra de Philippe Katerine, justo en lo que tarda Jaoui/Fillières en acercarse y comprobar que quien amenazaba el locus amoenus era uno de esos excéntricos herederos del slapstick, cuerpos raros, infantes eternos, uno de esos dioses de los que tratara Jean Louis Schefer y con el que bien valía la pena dejarse ver y acompañar en la última mirada de una cámara.