Lo contingente y lo necesario
'Amanece que no es poco', la película de José Luis Cuerda, hace una singular lectura de la España de finales de los años ochenta, un país recién salido de la Transición
11 febrero, 2020 00:00En 1989 cayó el Muro de Berlín, Neil Young grabó su estremecedora Rockin’ in the free world y José Luis Cuerda estrenó Amanece que no es poco. El año tuvo, pues, su buena cuota de hitos extraños y conmovedores. Era el final de la década de la ilusión, de las grandes mayorías socialistas y de la Movida madrileña, aunque muy pronto todo aquello quedaría teñido en sepia, como una de esas viejas fotografías que te muestran que el modo que tenías de abrazar a tu chica está anticuado. Luego vendría la eclosión de las olimpiadas y los eventos culturales de pacotilla, de los banqueros bailando sevillanas y el España va bien: matones en coches de lujo y cretinos bronceados junto a piscinas azuladas (Nabokov).
La película, junto con El Desencanto de Jaime Chávarri –que instituyó a una familia de literatos narcisistas y dipsómanos como paradigma de la historia reciente–, devino la más emblemática de la hoy denostada Transición aunque, como ocurre con alguna que otra obra maestra, funcionara regular en taquilla. Tal vez entonces éramos demasiado modernos (Almodóvar, Bigas Lunas, Fernando Trueba) para que triunfara una epopeya ruralista (“yo podía haber sido una leyenda, o una epopeya si nos juntamos varios”) sin apenas argumento y con personajes elaborados a partir de los arquetipos más cañís de la España profunda. Sólo a lo largo de los años, de sucesivas visualizaciones y de su conocimiento por las nuevas generaciones llegó a convertirse en el icono surrealista que hoy es.
Cuerda retrataba el país, en aquel pueblo ideal de la Sierra del Segura, con los trazos de Rafael Azcona, La Codorniz, Berlanga y Tip y Coll, echando mano de una legión de actores en estado de gracia –la pelicula es, entre otras muchas cosas, una reivindicación de los extraordinarios secundarios del cine español– y de una visión de los rasgos extremos del supuesto caracter nacional teñidos de humor y afecto. Sobre todo, del afecto que puede faltar en otra obra maestra afín de la década anterior, La Escopeta Nacional, en la que la hilarante burla de los arquetipos patrios estaba demasiado próxima a los años del franquismo como para permitirse una cierta ternura con determinadas fuerzas vivas.
Cuerda parodia los defectos humanos y nacionales como nos hubiera gustado que fueran en una dimensión alternativa más amable, no como posiblemente sean en realidad. El guardia civil que interpretaba Sazatornil podía ser una fuerza represiva, pero amaba con celo militar la mejor literatura (Faulkner) y daba recomendaciones en el vestir inapelables; el sacerdote (Cassen), un pico de oro que consigue que sus sermones se jaleen como una corrida de toros por una feligresía de aspiraciones metafísicas perfectamente razonables (“Dadnos santos del cielo una visión global bastante aproximada”) y la Santísima Trinidad, tema de debate entre los lugareños, junto con alguna otra reflexión filosófica de calado (“Yo es que he pensado que a mí también me interesaría ser intelectual, como no tengo nada que perder”).
Por su parte, la asamblea de mujeres empoderadas se podía constituir como la de las damas del ropero piadoso, pero lo hacía para votar a quién le tocaba hacer de puta y a quién de adúltera; y el alcalde era un sinverguenza, con algún toque que evidenciaba, entre tanta broma, la mecánica siniestra del poder, pero lo era a cara descubierta, con mucha gracia y una amante fenomenal. Rancho aparte merecen los estudiantes americanos que pululan por el pueblo con estúpida curiosidad antropológica: una auténtica banda de besugos, precursores de los erasmus beodos que pululan por nuestras ciudades para deleite de los bares irlandeses de franquicia.
Ese universo premoderno pero rabiosamente actual acaba creando adicción. No sólo entre los amanecistas que recorren periódicamente la ruta de los pueblos de Albacete donde se rodó la película, sino también entre el común. Citar a Churchill o a Oscar Wilde se está volviendo demasiado socorrido, pero invocar alguna de las frases geniales de Amanece que no es poco otorga una calidad coñona y carpetovetónica a quien lo hace, e ilumina la evidencia injustamente olvidada de que los españoles también tenemos un sentido del humor que trasciende al propio de tirar cabras desde los campanarios.
En el reciente juicio del procés en el Tribunal Supremo tuvimos días con menos atractivo que una gala de preselección para Eurovisión: el soporífero desfile de unos testigos que tal vez fueran de interés para sus familiares y amigos. En una de aquellas mañanas, poco después de que Marchena nos hubiera obsequiado con alguna de sus pedagógicas disertaciones, el oficial de la Sala, nuestro querido Paco, sufrió un desvanecimiento que obligó a interrumpir la sesión. Mientras era atendido por el médico, me acerqué a los jueces y les dije, más solemne que Marlon Brando en Julio César, que “todos somos contingentes, sólo Paco es necesario”. Amanecistas todos al fin, no pudieron estar más de acuerdo.