El genuino Nosferatu
Ahora que se ha estrenado el 'Nosferatu' de Robert Eggers hay que volver al original, al de Murnau, un visionario del cine fantástico, que maravilla pese al tiempo transcurrido
Ahora que se ha estrenado el Nosferatu de Robert Eggers, protagonizado por Nicholas Hoult, Lily Rose Depp y Bill Skarsgard, es un momento ideal para revisar (o descubrir) el film original, Nosferatu, eine symphonie des grauens (Nosferatu, una sinfonía del horror, 1922), del gran cineasta alemán Friedrich Wilhelm Murnau (Bielefeld, Westfalia, 1888 – Santa Bárbara, California, 1931, víctima de un accidente automovilístico; su apellido era Plumpe, pero se lo cambió, para no avergonzar a su padre, nada interesado en la farándula, por el nombre de un pueblo de la Westfalia inferior que había visitado en bicicleta con un amigo.
Me resisto a calificar al señor Eggers de gran cineasta (a tenor de las películas suyas que me he tragado): de ahí que, en vez de propulsarme a ver su remake, prefiriera hace unas noches engancharme a Filmin y volver a tragarme el original: clásico (o viejuno) que es uno. Y no lo lamenté.
Nosferatu, una sinfonía del horror es una película prácticamente mágica que no tiene ninguna necesidad de ser rehecha. Se lo perdono a Werner Herzog, que dirigió un espléndido remake en 1979, Nosferatu: Phantom der nacht, con Klaus Kinski (su amado enemigo), Isabelle Adjani y Bruno Ganz.
Herzog es, probablemente, el cineasta al que le permitiría hacer cualquier cosa, pero Eggers no. Lo cual no quita para que el origen del Nosferatu de Murnau tuviera un componente de una cutrez indigna del talento de su autor: para ahorrarse el dinero en derechos de autor, cambiaron los nombres de los personajes de la novela de Bram Stoker Drácula, aunque no les sirvió de mucho, ya que la viuda de Stoker los llevo a los tribunales y llegó a conseguir la quema de algunas copias (aunque no de la totalidad).
De este modo, el conde Drácula se convirtió en el conde Orlok (Max Schreck, sobre el que corrió el delirante rumor de que era un vampiro de verdad, cuando solo era un excéntrico de metro noventa, solitario, con un sentido del humor tirando a siniestro y dado a deambular más solo que la una por los bosques cercanos), Jonathan Harker cambió su apellido por Hutter y su mujer, Mina Harker, se convirtió en Ellen Hutter. Asimismo, el chiflado Reinfeld se convirtió en Knock y el cazavampiros Van Helsing en el profesor Bulwer).
Estudio del alma alemana
La extraña fama del señor Schreck dio origen en el año 2000 a la mediocre película de E. Elias Merighe La sombra del vampiro, en la que Willem Dafoe interpretaba a un Max Schreck que era un genuino vampiro (ocho años antes, en su Batman returns, Tim Burton lamó Max Schreck al villano de la función, interpretado por el gran Christopher Walken).
La contribución de Schreck (y su maquillador) fue fundamental para el feliz resultado de la película, pero no hay que olvidar que su principal progenitor fue el señor Murnau, quien ya previamente había rodado (¡en solo dieciséis días!) El castillo Vogelod, precedente en cierta medida de su Nosferatu. Después de ésta, rodó El nuevo Fantomas, escrita por Thea Von Harbou, que se entregaría plenamente al nazismo, no sin antes casarse con Fritz Lang y escribirle Metrópolis.
Nuestro hombre practicaba una temática fantástica que se interrumpió con uno de sus mejores largometrajes, Der letzte mann (El último, 1924), implacable estudio del alma alemana y su obsesión por la pompa, la circunstancia, la apariencia y el estatus. Es una película que vi por televisión hace décadas y que se me quedó grabada: narraba el hundimiento moral de un portero de hotel (Emil Jannings) que se cree un súper hombre con su uniforme lleno de entorchados y que es moralmente destruido cuando lo cambian de trabajo en el hotel, dejando de necesitar el rutilante uniforme (creo recordar que el sueldo es superior, pero, ¿cómo vas a comparar el vil metal con el tronío del uniforme?).
Y ¿un ritual satánico?
Mezcla de tragicomedia e historia de terror, El último es una de las grandes pesadillas del cine mudo alemán, un Nosferatu de la domesticidad burguesa y una de las tres grandes películas de F.W.Murnau (la tercera, rodada en Estados Unidos en 1927, es Sunrise (Amanecer), una tragedia amorosa entre el campo y la ciudad que llega al corazón y pone los pelos de punta).
Nosferatu, El último y Amanecer conservan intacta su magia, pero es la primera la que más ha hecho por cimentar la imagen de Murnau como la de un visionario del cine fantástico. Otras como Tartufo y Fausto (ambas de 1926 y ambas con Emil Jannings) están algo más olvidadas. Y lo que rodó en Estados Unidos entre Sunrise y Tabú (surgida tras un viaje por el pacifico con el documentalista ejemplar Robert Flaherty, que se negó a codirigirla por diversas desavenencias) pasó sin pena ni gloria: ni City girls ni Four devils llamaron mucho la atención de público y crítica.
Friedrich Wilhelm Murnau falleció en un accidente de carretera en 1931. Fue enterrado en el cementerio de Stahnsdorf, cerca de Berlín, donde no tuvo una vida muy tranquila. Su tumba fue profanada en 1970 y el ataúd fue abierto. Y las cosas empeoraron en 2015, cuando se produjo una nueva profanación que incluyó el robo del cráneo del cineasta: restos de cera derretida sobre la tumba apuntaban, según la policía, la posibilidad de un ritual satánico.
Casi un siglo después del rodaje de Nosferatu, aún quedaban zumbados dispuestos a entender a su manera una obra maestra del cine alemán.