Chantal Akerman: hospitalidad y memoria
La cineasta belga es objeto de una retrospectiva, organizada por el Museo Reina Sofía y la Filmoteca Española, que coincide con la publicación de su libro ‘Mi madre se ríe’
18 diciembre, 2019 00:00Pocos cineastas han tenido la suerte de contar con tan buenos exégetas como Chantal Akerman. Incluso en sus honras fúnebres, en pleno cementerio de Père Lachaise, Delphine Horvilleur, tercera mujer rabí de Francia, pronunció unas palabras tan sentidas y certeras que bien podrían haber valido de obituario en Cahiers o Trafic. Akerman siempre anduvo con las entrañas al aire, y la doxa que recogió aquella oración resumía buena parte del porqué de su obra fílmica, artística y literaria: niña envejecida, con la Shoah a cuestas debido al mutismo de la omnipresente madre –superviviente polaca del Holocausto que regresara a Bruselas para vivir su vida, fundar una familia y sumir en un opaco silencio todo lo sufrido–, a cuyo amnésico autismo respondiera con cientos, miles de imágenes que pudieran colmar tamaño vacío.
Barriendo para casa, Delphine repasaba el parámetro judío de Akerman desde Saute ma ville (1968) hasta No Home Movie (2015), es decir, desde el primer corto a la última película, marcado por la errancia, la condena a no encontrar un lugar donde echar raíces, y, como corolario estético, la búsqueda de maneras de oblicuidad con las que superar el mandato iconófobo desde el arte industrial de las imágenes visuales y sonoras. En una pirueta etimológica final, deletreando en hebreo la pertenencia a su linaje (Hanna –nombre judío de Chantal–, hija de Neshana y de Yaakov: Hanna-bat-Neshana-ve-Yaakov), se hallaba la fórmula con la que todo, vida y obra, quedaba cifrado como mágicamente: “la Gracia que adviene de un alma torturada y sinuosa”.
Chantal Akerman
Pero este buen enterramiento de la cineasta suicida, de aquella hija de Ménilmontant (como se autodefinía, por boca de la madre, en su relato Une famille à Bruxelles) que, en contraste con su hermana pequeña, no “tenía una vida”, no contaba con defensas, siempre caminando en el alambre, sin marido ni descendencia, reincidía en el pecado de querer explicarlo todo por la identidad y la autobiografía. Todas las piezas encajaban demasiado bien. No se puede obviar que Akerman extrajo de su vida familiar, de la progenitora en particular (el sujeto, como en alguna ocasión la denominó, diseminado desde las ficciones más documentales, Jeanne Dielman, a los documentales más ficcionales, No Home Movie), así como de su condición homosexual y de la declarada influencia, ya en la juventud, de la depresión y el insomnio, experiencias y motivos que vertebran sus películas, instalaciones y novelas.
Ahora bien, si cuando nombramos lo que, conformado, nos asalta desde pantallas y páginas, sea la poética de la reclusión, el impulso deseante de habitar el espacio, la atracción de la noche, la íntima necesidad del exilio de los lugares acostumbrados, la voluntad de desaparecer en un entredós; sea la pereza del encamado, la dialéctica entre presencias y ausencias, la extenuante euforia de un baile, el dolor de la memoria…; si, en definitiva, todo esto es cierto e inolvidable, así resulta porque hay algo, en su mostración, que se escapa, y algo que se nos regala: lo que nunca podrán extenuar los significados y aquello que no es otra cosa que una invitación, una propuesta a dejarse atravesar por intensidades.
Akerman recapituló en varias ocasiones los dos deslumbramientos por los que se decantó por el cine y no por la escritura –aunque, como observara Daney, el motivo de la carta, que incluso puntúa los títulos de su filmografía y reconcentra sus tan queridas dinámicas del adentro y el afuera (íntimo/externo, cerca/lejos), se antoje decisivo para entender su manera de hacer y de remitirnos su cine–: primero Godard, Pierrot le fou (1965), el shock que le susurro que todo era posible, que una película también podía ser eso; luego, en el primer viaje a Nueva York, en el drástico abandono inaugural del hogar, cuando todo (su salud mental lo primero) era una incógnita, Michael Snow y La Région centrale (1971). Allí, junto a la cómplice Babette Mangolte, a la que llegó por recomendación de Marcel Hanoun, ambas se abren a la enseñanza capital de que la cámara, al encuadrar, al moverse, puede provocar respuestas emocionales tan o más profundas que las que se extraen de la lógica narrativa. Que en la sucesión vibrante de la materia del cine, en la duración, en la espera al cambio de plano, se tiende un suspense que acompaña, desde debajo, a las inquietudes de cualquier intriga.
En las primeras películas (La chambre, Hôtel Monterey, Je, tu, il, elle) hasta la pérdida de la inocencia con Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975), aquel auténtico desembarco en el cine de autor, con la fama ganando poco a poco terreno al mismo tiempo que el miedo (¿qué hacer después, cuando a los 23 años se ha reinventado el cine con una película perfecta?, se preguntaba Jérôme Momcilovic), todo esto, que se ensaya y se tantea por primera vez, ya se siente maduro. Akerman no seguiría el credo vanguardista de Warhol, Brakhage, Snow, Frampton, Mekas o Michelson, pero fueron ellos los que más influyeron a la hora de marcar su rumbo. Y es desde aquí, en su traducción formal, en su formulación de conceptos espacio-temporales, desde donde hay que comprender todo lo demás, la huella del judaísmo, la relación con el padre y la madre… todo lo que se quiera, todo lo que se entrevea.
En las primeras películas (
Así, en un excelente ensayo al poco de su muerte –Chantal Akerman Passer la nuit–, Corinne Rondeau proponía, siguiendo a Barthes, interpretar a Akerman en levant la tête, es decir, atendiendo a lo visto y oído pero también a lo que nos llega cuando cerramos los ojos y nos dejamos invadir por su imaginario. Y, aparcando los clichés de muerte, agujero o nada, adherirse a otros motivos menos abstractos, manzana, carta, agua, que, desde lo físico y cotidiano, se abren al misterio y a lo desconocido. En la tensión entre visible e invisible, Rondeau rehabilita a Akerman como poeta del espacio.
Por un lado, fabricando el plano como lugar de acogida, un lugar sin jerarquía, sin imposición –un propósito que la cineasta declaraba a Garrel en la generacional Les Ministères de l’art (1989)– donde la pregunta sobre la habitalidad comienza con la adquisición, por parte de la artista, de una zona propia, un frágil territorio desde el que poco a poco disipar esa duda que, al decir de Perec, encierra todo espacio. Este lieu d’hospitalité, predispone, desde La chambre o Je, tu, il, elle, a un triple encuentro entre la intimidad de la cineasta, la interioridad de la película y la imaginación de un espectador que, cautivado con el dispositivo naciente, siente la fuerza renovada de cada aparición o desaparición de cuadro: lugar de la encarnación, pero también del duelo, el cine de Akerman, fina y melancólicamente burlesco (la estirpe de Tati; versión exangüe en la magistral Toute une nuit), nos invita de esta manera a reconocernos vivos delante de las imágenes. No se trata, como apuntó recientemente Gabriel Franc en Trafic, de poseer “calidad de mirada” sobre el mundo, sino de su deseo de compartirla; el efecto de una “donación de mirada” que nos resulta tan indispensable como una de sangre.
Delphine Seyrig en 'Jeanne Dielman...'
Por otro –rastreable en no-documentales como D’Est (1993), Sud (1999), De l'autre côté (2002) o Là-bas (2006), en germen desde el principio y ejecutado para la posteridad en una de sus cimas, News from Home (1977)–, constatando que en toda acotación de espacio abierto a la desacomplejada duración se agolpan los estratos temporales. Rondeau lo llama lieu de mémoire, y remite al trabajo akermaniano con el espacio-tiempo como fuente sensible de la ausencia: en el desajuste entre lo que se ve y lo que se enuncia –como las inolvidables cartas de la preocupada madre que escribe desde Bruselas para saber algo de la hija que deambula registrando el presente neoyorquino, afuera palpitante, devenir absoluto–, en las lentas panorámicas y los hipnóticos travellings que recorren los paisajes hasta hacer palpable el esfuerzo por acompasar el insensible proceder de las herramientas registradoras del cine con los humildes destinos soterrados de tantas víctimas a lo largo y ancho del mundo.
Asumida esta poética, reafirmado este doble espacio, de hospitalidad y de memoria, cabría hablar de identidad y biografía, aunque sólo fuera para constatar que, precisamente a través de la forma, ambas quedan trascendidas. El judaísmo de Akerman habría que ir a buscarlo, como recomienda Rondeau, a esa experiencia de supervivencia que describiera el Blanchot de “Ser judío” en La conversación infinita: la privación de posibilidades vitales como motor para ponerse en camino, una convocatoria de movimiento que encuentra en la dispersión y el éxodo una manera de residir que se demuestra alérgica a la unidad: “ser judío (ser Akerman, añadimos nosotros) es ser el hombre de los orígenes, que se relaciona con el origen, pero no permaneciendo, sino alejándose”.
Chantal niña y su madre Natalie
Con respecto a la madre, al sujeto de la obra, Akerman la incorpora desde el principio como un motor creativo, persiguiendo, nos parece, una fusión con ella como vía para ofrecerle, en relación a lo que apuntamos, un espacio a su vida y una voz a su memoria antes de la desaparición, que se intuye devastadora; ella es el hilo que sujeta todo el edificio. Podríamos regresar a la injustamente infravalorada Un divan à New York (A couch in New York (1996), aquella película-ofrenda al padre, como le gustaba recordar a Akerman, quien acarició en la fallida aventura hollywoodiense la oportunidad de superar el estrecho guetto cultural y alegrar así a su progenitor: para él, curiosamente, la película que acaba bien, donde los espacios paralelos, la danza de presencias y ausencias, destino y casualidad, deparan el feliz encuentro final donde una mujer exorciza el vacío y pasa al balcón donde le espera su enamorado. En una réplica, como de pasada, decía Binoche en uno de los mejores papeles de su carrera: “lo malo de las madres es que se hacen viejas y se mueren”. Después la acompañaría la hija, como se adelanta en la delicada novela biográfica Ma mère rit (que acaba de publicar, exquisitamente, la editorial 8mm como Mi madre se ríe), como si la defunción de la primera tranquilizara el proyecto de suicidio largamente acariciado.
Akerman, sin embargo, rodeó siempre el solipsismo, y ahí es preciso notar la diferencia. E incluso en la película más abiertamente autobiográfica, con la que cerró y canceló su filmografía, No Home Movie, donde se perseguía dejar constancia de la sonrisa de esa madre cuyo destino de niña judía polaca no le auguraba futuro alguno, volvía a buscarle acomodó al espectador en su puesta en escena, por muy descuidada que, en apariencia, se desplegara; el punto de vista exhausto, como abandonado encima de los muebles del hogar familiar. En la cocina, o frente al ordenador que anula las distancias y permite a madre e hija conversar transoceánicamente, mientras la imagen, pixelada, da las últimas bocanadas y se deshace, la cámara mantiene el dispositivo, y en el pequeño monitor del portátil la cineasta se autorretrata con el tomavistas inclinado hacia la pantalla.
Para la madre moribunda, todo el tiempo del mundo, agotamiento de la función fática del lenguaje a lomos de un amor desmedido hecho de susurros y dilaciones: lo cinematográfico desbordando de nuevo lo fílmico, lo contenido, lo mensurable, el producto lógico-narrativo. En este dominio de lo privado-afectivo, Akerman enseña toda la mediación tecnológica no como un guiño metalingüístico, sino como la explicitación postrera –el último striptease– del deseo de incorporarnos a su universo, a su casa, antes de la última partida.