'Bikeriders': moteros y rituales de masculinidad
Jeff Nichols se suma al género de las películas sobre forajidos a motor, entre las que figuran Salvaje, Easy Rider o Quadrophenia, con La ley del asfalto, donde retrata la historia de personajes proletarios con cargas familiares y escasos horizontes
10 julio, 2024 16:52Estrenada en 1953, Salvaje fue la primera película de moteros y uno de los retratos pioneros de los nuevos códigos de rebeldía juvenil en posguerra estadounidense. Un par de años antes, Kerouac había publicado la biblia beat, En el camino, que también hablaba de jóvenes desasosegados que buscaban dar un sentido a sus vidas sobre el asfalto de las carreteras. La novela es un hito de la literatura norteamericana, renovó su lenguaje y abrió un nuevo imaginario. La película, en cambio, es mediocre, ya muy rancia y del todo olvidable. Y sin embargo, no se ha olvidado, porque ahí está Marlon Brando vestido de cuero, una imagen que ha devenido icónica. Y por una frase que suelta su personaje. Cuando una chica le pregunta: “Eh, Johnny, ¿contra qué os rebeláis?”, él, con petulante indolencia responde: “¿Qué me ofreces?” La rebeldía como actitud sin objetivo, como mero síntoma de un malestar, como pura pose estética. El rebelde sin causa de James Dean.
La cultura motera ha dado unos cuantos largometrajes en los que estos vehículos son símbolo de libertad: en Easy Rider quienes las montan son hippies; el Quadrophenia son jóvenes mods británicos en sus vespas; y en la poco conocida The Loveless, el debut de Kathryn Bigelow -con un jovencísimo Willem Dafoe-, son pandilleros sureños. Es con esta última con la que más conecta Bikeriders. La ley del asfalto, de Jeff Nichols, que retrata la evolución de un club de moteros de Chicago entre finales de los años cincuenta y principios de los setenta del siglo pasado.
La cinta se inspira en un legendario libro de fotografías de Danny Lyon titulado Bikeriders, publicado en 1968. El fotógrafo hizo un auténtico trabajo antropológico, ya que convivió durante un par de años con los miembros del Outlaws Motorcycle Club de Chicago (que en la película pasa a llamarse The Vandals) y además acompañó sus imágenes con las entrevistas que les hizo, magnetófono en mano, a los retratados. Al empezar el proyecto, Lyon le pidió consejo a Hunter S. Thompson, que un año antes había publicado Los Ángeles del Infierno.
El cineasta Jeff Nichols llevaba dos décadas preparando este proyecto para el que no encontraba financiación. Se nota la pasión en la meticulosidad de su trabajo: como el espectador podrá comprobar en las imágenes originales de Lyon que acompañan a los créditos finales, los actores se han mimetizado con los personajes reales. No solo eso: la película reproduce la estructura del libro y es el propio fotógrafo (interpretado por Mike Faist) el hilo conductor de la historia con su cámara y sus entrevistas. En especial las que le hace a la novia de uno de los moteros (a la que da vida en una actuación prodigiosa Jodie Comer). Su marcadísimo acento de Chicago, así como los peculiares acentos del resto de personajes, están clonados de las voces recogidas en las grabaciones de Lyon.
Bikeriders pone el énfasis en la reconstrucción de un ambiente, en el retrato de los rituales de una peculiar comunidad de tintes tribales. De entrada, sorprende que en estos tiempos se haga una película como esta, que estudia con minuciosidad de entomólogo -con una mirada más fascinada que crítica- ritos primarios de la masculinidad, en un grupo que funciona como una manada. En ella un joven macho puede retar al líder o macho alfa a un combate -a puñetazos o a chuchillo- para arrebatarle el liderato. Vamos, igualito que los leones y los ciervos.
Nichols tiene la inteligencia de utilizar la perspectiva de una mujer -la novia entrevistada- como la mirada embelesada y distanciada que nos introduce en este submundo de gallitos que se lían a puñetazos y acto seguido confraternizan bebiendo cervezas. Ella se introduce por voluntad propia en este universo, pero sufre sus consecuencias, porque en una escena está al borde de ser víctima de una violación colectiva.
El cineasta se muestra más interesado por plasmar la estética, los ceremoniales y la mitología que por explorar en profundidad la psicología de los personajes o construir un complejo arco dramático. La historia y los personajes tienen un desarrollo mínimo, a través del cual se narran -muy bien- básicamente tres subtramas interconectadas. Por un lado, la de unos hombres que se sumergen en una fantasía. Los miembros del club no son jovencitos que buscan reafirmar su identidad, sino en su mayoría hombres con familia y trabajo, que los fines de semana se embuten en una cazadora de cuero, se suben a una moto y viven un sueño. El líder (interpretado por un magnético e inquietante Tom Hardy) es un camionero con dos hijas que decidió hacerse motero cuando vio a Marlon Brando en Salvaje por la tele. Su discípulo, al que da vida Austin Butler, es evidente que imita las maneras y las zozobras existenciales de James Dean.
Por otro lado, la cinta plantea un triángulo amoroso, no necesariamente sexual. La novia y el líder luchan por conquistar al emulador de James Dean. No hay ningún tinte homoerótico, pero eso no impide que estemos ante un triángulo de manual, celos incluidos. Y en tercer lugar, se cuenta una historia clásica de sucesión: el viejo león piensa en la retirara y querría que el joven cachorro tomara el cetro, pero este no tiene claro qué quiere hacer con su vida.
Todo este mundo de escenificación de fantasías de masculinidad (más bien tóxica) acaba devorado por la realidad conforme la violencia gana peso en la tribu y pasa de ser un puro divertimento a convertirse en un agresivo modo de vida. El golpe definitivo lo asesta la llegada de una nueva generación a finales de los sesenta y principios de los setenta. Son tipos que han combatido en Vietnam, han sustituido el alcohol por las drogas -blandas y duras- y están vinculados directamente en el mundo de la delincuencia.
Esa fue en la realidad la evolución de los clubs de moteros: los proletarios con cargas familiares y escasos horizontes que imitaban las actitudes de sus ídolos de la pantalla pasaron a ser criminales motorizados y vestidos de cuero. Grupos como los Ángeles del Infierno entraron en el negocio del tráfico de drogas, la prostitución, la extorsión y los ajustes de cuentas, incluidos los asesinatos.
Aunque no llegue a las mismas alturas, en realidad la propuesta de Nichols no está muy alejada de la de algunas de las mejores obras de Scorsese, como Uno de los nuestros, Casino o Wall Street. Son películas que rompen el molde de la narración tradicional, adquieren un tono casi documental y escrutan los comportamientos tribales de colectivos cerrados -sean mafiosos o brokers de Wall Street- que crean vínculos mediante rituales de ostentación de la masculinidad,. En todos estos casos las mujeres son tratadas como trofeos, objetos decorativos o de placer. Los moteros de Bikeriders son la versión lumpenprolelatria de estos grupos con alma de manada.
La mirada de Nichols sobre sus moteros no es ácida ni despiadada. Observa fascinado -como hizo en su día el fotógrafo Danny Lyon- a esos tipos vestidos de cuero y subidos a sus motos, como figuras de un pasado legendario condenado a la destrucción. El brutal final del líder -víctima de un joven que no respeta los códigos de honor- y el destino del aspirante a James Dean son las dos caras de una misma moneda: vivir como Marlon Brando en Salvaje solo es posible en la pantalla. La realidad es poco amable con estas ensoñaciones masculinas de viril camaradería.