Imagen de una viñeta de Jaume Perich / JP

Imagen de una viñeta de Jaume Perich / JP

Artes

El rey del sarcasmo

Como todos los cerebros pensantes de su generación, tenía un punto afrancesado: era una de las mentes más lúcidas de Barcelona

27 octubre, 2019 23:48

Descubrí a Jaume Perich (1941 – 1995) gracias a la sección dedicada a los comics que tenía en un tebeo de Bruguera (creo que el DDT) y a sus traducciones de las andanzas de Astérix, el teniente Blueberry o Aquiles Talón, tres glorias de la historieta francesa. Con su obra empecé a familiarizarme, curiosamente, en los Escolapios de la calle Diputación, donde el padre Paco, que solía dedicar las llamadas horas de estudio a ponernos discos de Capri y de su señor padre, Paco Martínez Soria, se apiadó un día de sus alumnos y nos leyó unos extractos de un libro que Perich acababa de publicar, Autopista (1971), una miscelánea de textos y chistes que el hombre había concebido como sarcástico homenaje a Camino, el breviario de monseñor Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei al que ahora, previo pago de su importe, se conoce como San Josemaría. Creo que fue la única vez en que el padre Paco, un sujeto algo siniestro, me hizo reír.

Conocí al glorioso Jaume muchos años después, cuando él ya había fundado las revistas Hermano Lobo y Por favor y era uno de los humoristas gráficos más populares de España. Alguien me había dicho que Perich era un tipo adusto y displicente, pero resultó ser todo lo contrario: la simpatía mutua fue instantánea, aunque eso no impidió que la revista que habían puesto en marcha el tándem Tom & Romeu, Histeria semanal, se fuese al garete en menos de dos meses. Tal vez se debiera a que las reuniones de la redacción -regadas con todo tipo de licores; Romeu, Tom, Andreu Martín y yo le dábamos al gin tonic, mientras Perich se ponía a gusto de ginebra con Vichy Catalán- eran mucho más divertidas que lo que conseguíamos plasmar en las páginas de la revista. Yo estaba encantado de codearme con aquellos cracks, pero algo debimos hacer mal, ya que nos caímos con todo el equipo en un tiempo récord.

Perich era un maestro del sarcasmo, pero lo usaba con mucha prudencia. También brillaba en la self deprecation, cosa muy anglosajona, aunque él, como todos los cerebros pensantes de su generación, tenía un punto afrancesado: recuerdo una vez en que el periódico para el que trabajaba me envió a cubrir un concierto de Juliette Greco, me topé con Perich y le pregunté qué hacía allí. Su respuesta me puso en mi sitio: “Perdona, ¿qué haces TÚ aquí?”. Tenía razón: yo era un jovenzuelo de la new wave y él, un devoto de la chanson.

Perich no soportaba el aburrimiento. Por eso se fue de La Vanguardia, lo cual escandalizó al conde de Godó: “Usted no puede hacerme esto. Piense que en la larga historia de este diario no ha dimitido nunca nadie. Si quiere, le pongo un despacho para usted solo, pero no se vaya”. Ni así lo convenció. Es lo que tienen los versos libres. Creo recordar que el artista se pasó a El Periódico, donde encontró algo más de vidilla.

Su muerte me pilló por sorpresa y fuera de España. No solo desaparecía un amigo, sino una de las mentes más lúcidas de Barcelona. Le echo especialmente de menos estos últimos años, con toda esta tabarra del prusés, a la que se habría enfrentado con una dosis industrial de su demoledor sarcasmo. Me pasa lo mismo con Terenci Moix: habrían sido dos camaradas estupendos para los miembros de la Resistance. A ambos (y a mí) lo que más les sacaba de quicio era la estupidez, y ahora, de eso, en Barcelona tenemos para dar y regalar.