‘Muerte de Torrigiano’, lienzo del pintor José María Rodríguez de Losada, de la segunda mitad del siglo XIX.

‘Muerte de Torrigiano’, lienzo del pintor José María Rodríguez de Losada, de la segunda mitad del siglo XIX. UNIVERSIDAD DE SEVILLA

Artes

Fortuna y adversidades de Pietro Torrigiano, el escultor que batió a Miguel Ángel

Felipe Pereda publica una monografía dedicada al artista florentino, maestro de la terracota, quien triunfó en Londres y Roma y murió en una cárcel de la Inquisición española

11 julio, 2024 16:45

Algunos artistas arrastran consigo una leyenda poderosa que difícilmente se concreta. Son aquellos que se pusieron a la cabeza de una aventura propia o a los que el genio empujó hasta el centro mismo de la extravagancia. El escultor Pietro Torrigiano (Florencia, 1472- Sevilla, 1528) forma parte de esa raza brava que acaso dejó la propia existencia sin rematar, pero su historia es la de alguien capaz de enclavijarse en la Historia del Arte con honores a la vista de la calidad de sus obras, un botín de número ciertamente escaso pero que da la exacta medida de lo extraordinario.

La suya puede que sea una de las vidas más extremas y soberbias del siglo XVI (y, por extensión, de todo lo que vino después). Por más que se alumbran los motivos de su talento y el timbre salvaje de su itinerancia, nada resuelve por entero la ecuación de su fastuoso proyecto, ni de su febril expedición por la vida. El último en adentrarse en la maraña de este hombre sin molde –maestro en el modelado del barro, soldado mercenario, muerto en una prisión de la Inquisición española– es Felipe Pereda, profesor titular de la cátedra Fernando Zóbel en Harvard.   

Detalle del dibujo de Goya 'No comas, célebre Torrigiano’, en el que muestra al escultor en su celda.

Detalle del dibujo de Goya 'No comas, célebre Torrigiano’, en el que muestra al escultor en su celda. MUSEO NACIONAL DEL PRADO

Pereda lo ha hecho con algo más poderoso que la ficción: la biografía. El escultor errante. Fortunas y adversidades de Pietro Torrigiano es el título que abre la colección Arte(s) en Ediciones Complutense. Es, más allá de una semblanza de voluntad exhaustiva, una puesta en claro de la singladura vital de este escultor del Renacimiento y un exorcismo impulsado por la fascinación que desató el artista en el autor cuando éste tenía once o doce años: “Oí su nombre por primera vez en las clases de José Luis Alonso Misol a las que asistía acompañando a mi madre después de terminado el colegio”.  

Desde aquella primera experiencia alucinada, el profesor de la Universidad de Harvard no se ha distanciado de la estela de este creador indescifrable. Como él, otros muchos. Algunos, ilustrísimos como Francisco de Goya, quien juzgó su San Jerónimo penitente (hoy, en el Bellas Artes de Sevilla) como la mejor escultura que podía encontrarse en España, y como un jovencísimo Hugo Ball, autor del Manifiesto Dadá (1916), que leyó la historia del florentino como una suerte de alegoría vital de la lucha por la libertad, el material perfecto para inventar un mártir artístico para una obra teatral. 

“Aunque su memoria no se ha desvanecido por completo, la imagen de Torrigiano nos llega hoy tan tenue como borrosa. Reducida a un puñado de anécdotas, lo que sabemos de su vida apenas sirve para llenar las veinte líneas de un actor de reparto. Por otro lado, el recuerdo del escultor florentino nos ha alcanzado teñido de un inverosímil tono de leyenda que lo hace para el historiador inservible. Se podría decir que su vida lleva al extremo mismo el principio de que, en el caso de los artistas, el mito y la historia están insidiosamente entrelazados”, anota Pereda.

Busto atribuido a Torrigiano de John Fisher, obispo de Rochester y confesor de la primera mujer de Enrique VIII, Catalina de Aragón.

Busto atribuido a Torrigiano de John Fisher, obispo de Rochester y confesor de la primera mujer de Enrique VIII, Catalina de Aragón. MET MUSEUM

Adherido a la piel del florentino hay un episodio (real) que es el patrón oro de su carácter: le rompió la nariz a Miguel Ángel Bounarroti de un fuerte puñetazo cuando ambos eran aprendices en Florencia, desfigurándole para siempre fatalmente el rostro. “Sentí que los huesos y los cartílagos se hundían como una galleta debajo de mis nudillos y esta marca mía la llevará consigo a la tumba”, le contó Torrigiano años después a Benvenuto Cellini cuando reclutaba artistas para encargos en Inglaterra, a los que, según consta, no llegó a presentarse.

Llama la atención que el genio renacentista nunca trató de ocultar este enfrentamiento ni disimular el daño permanente que le ocasionó. Incluso su biógrafo autorizado, Ascanio Condivi, remata la Vida de Miguel Ángel con una semblanza literaria del pintor y escultor en el que recuerda el brutal ataque, añadiendo que tuvo que ser llevado a casa “come morto (“medio muerto”). Tradicionalmente, la nariz deformada que presenta el autor de los frescos de la Capilla Sixtina en sus retratos se ha interpretado como la consecuencia de la violenta agresión.  

El ataque a Bounarroti no fue un caso aislado. A la luz de los documentos, el escultor combinó la mano excelsa con el barranco de unos arrebatos fieros a los que llegó a dar salida alistándose como scultore soldato en diferentes bandos que guerrearon por tierras transalpinas entre los siglos XV y XVI. Igual se le descubre incrustado en el ejército pontificio dirigido por César Borgia en los combates por el control de los estados del centro de Italia (1498-1499) que se le detecta entre las tropas florentinas que se enfrentaron a los españoles en la batalla de Garigliano (1503). 

Tira anónima sobre la vida del escultor florentino publicada en la revista juvenil inglesa ‘Top Spot’ en agosto de 1959.

Tira anónima sobre la vida del escultor florentino publicada en la revista juvenil inglesa ‘Top Spot’ en agosto de 1959.

Parece, pues, claro que Giorgio Vasari clavó su temperamento en el retrato que hizo de él en Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos: “Uomo bestiale e superbo” (“Hombre bestial y soberbio”). En su célebre trabajo, el escritor le atribuyó hechos y obras fiables y los sazonó con aires míticos. Como el titán Prometeo, el Torrigiano de Vasari es un artesano creador de piezas sobresalientes, tiene una personalidad marcada por la arrogancia y, finalmente, su genio es castigado por los dioses (o sus representantes terrenales).    

Delicado y misterioso, Torrigiano irrumpió en el arte con la vibración de los seres inesperados. Se alzó como novedad en Londres, en la corte de los Tudor; en Roma, aliviado por los encargos pontificios, y en aquella Sevilla que fue capital del mundo gracias al comercio con el Nuevo Continente. Entendió que la forma de ser otro era emprender una ruta en solitario, mirar allá donde nadie había puesto aún el ojo. Y centró su obra en el barro, haciéndolo avanzar en la escultura hasta situarlo en barrera, hasta darle sentido propio, jerarquía, reconocimiento.

En opinión de Pereda, “su obra funde su educación como escultor con las diferentes tradiciones artesanales con las que se fue cruzando en el curso de sus viajes continentales. Primero en su originaria Toscana, donde escultores y maestros de la cera colaboraban para hacer exvotos del mayor ilusionismo posible; en Inglaterra después, donde el florentino desarrolló una forma única de autómatas para su uso en rituales funerarios, y finalmente en Sevilla, donde los artesanos locales llevaban generaciones fabricando efigies de terracota”. 

La escultura ‘San Jerónimo penitente’, considerada la obra maestra de Torrigiano.

La escultura ‘San Jerónimo penitente’, considerada la obra maestra de Torrigiano. MUSEO DE BELLAS ARTES DE SEVILLA

Al galope de una errática existencia, ejecutó trabajos de gran impacto, como la tumba de Lady Margaret Beaufort, cuyo epitafio es obra de Erasmo de Róterdam, y el mausoleo de Enrique VII, que acabó destrozado cuando la revuelta iconoclasta de 1641 arrasó los bienes de la iglesia de la abadía de Westminster, en Londres, pero ninguna alcanzaría la fama del San Jerónimo penitente, realizado hacia 1525 para los monjes jerónimos de Buenavista, en la capital andaluza, y que se trataría, según el autor del estudio El escultor errante, de “una respuesta al Moisés de Miguel Ángel”.

Queda el final de Torrigiano, también, a la sombra de la leyenda. La versión de Vasari –sostiene que fue condenado por la Inquisición tras romper en pedazos una estatua de la Virgen por desacuerdos con el pago– se ajusta al relato de un caso localizado en los archivos del Santo Oficio: un tal Maese Pedro Florentín pasó por los tribunales inquisitoriales de Sevilla por un crimen cometido contra la fe católica. En cambio, de seguro, solo se sabe que falleció encerrado en la cárcel tras dejar en el fondo de los sentidos de su tiempo la memoria descarnada de una larga expedición por el tormento.