Francesc Capdevila, Max

Francesc Capdevila, Max

Artes

Max, el primer creyente

Francesc Capdevila siempre brilló con luz propia por su amor al oficio de dibujante de comics, considerado un 'true believer' de la historieta

7 julio, 2024 22:18

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Pocos dibujantes de mi generación han sido más proactivos y resilientes (uso estos términos sin el menor asomo de ironía) que Francesc Capdevila (Barcelona, 1956), en arte Max. Los artistas de nuestra quinta, por muy buenos que fuesen algunos, siempre tuvieron cierta tendencia a la vagancia, el desorden, los excesos etílicos o el consumo de estupefacientes y una visión de la bohemia tirando a exagerada, como si en vez de moverse por la Barcelona underground de los años 70 y 80 lo hicieran por el Madrid decimonónico del Rafael Cansinos Assens de La novela de un literato. Entre esos “hampones de la Puerta del Sol”, como diría Cansinos, Max siempre brilló con luz propia por su amor al oficio de dibujante de cómics (he escuchado a pocas personas defender las posibilidades del medio con tanta vehemencia y de forma tan cabal, que es como lo hacía el amigo Capdevila, hasta el punto de que siempre lo he considerado un true believer de la historieta, solo comparable a nuestro común amigo el editor Joan Navarro).

Puede que estudiara Bellas Artes con la idea de convertirse en pintor (ahí coincidiría con su luego amigo y socio el mallorquín Pere Joan), pero su paso por esa escuela solo le sirvió para llegar a la conclusión de que lo suyo eran los tebeos (con algunas concesiones a la ilustración, ya fuese por motivos alimenticios -dibujó un montón de libros infantiles- o de prestigio, como las dos portadas que dibujó para The New Yorker en 1995 y 1997 y que, en mi modesta opinión, deberían haber sido muchas más).

El Víbora de Max

El Víbora de Max

Como todos los chavales de nuestra generación, Max creció leyendo los tebeos de la editorial Bruguera, los clásicos norteamericanos y las aventuras de Astérix o Tintín. Lógicamente, en la adolescencia cayó bajo la influencia del underground norteamericano y, especialmente, la del gran Robert Crumb, como se pudo comprobar con lo que publicó en Mata Ratos en 1974 y, ya algo menos, en el mensual Star a partir de 1975. Aunque tuvo contacto con los de El Rrollo enmascarado, nunca me pareció que ese fuese el sitio adecuado para él. Cuando llegó a El Víbora a principios de los 80, Crumb ya había quedado atrás y nuestro hombre se consagraba a hacer evolucionar su estilo, en el que acabó reconociendo la influencia del francés Yves Chaland (1957 – 1990) y el belga Ever Meulen (1946), autores aparentemente menores para la crítica más cejijunta, pero que lograron impactar a nuestro hombre en la parte gráfica, como más recientemente lo haría el estadounidense Chris Ware (1967): en la literaria, Max siempre tuvo sus propias historias que contar (el diseño en 1997 de un reloj para Swatch no sé muy bien donde situarlo, pero lamento no ser el feliz propietario de un ejemplar).

En la revista de José María Berenguer, Max dibujó las aventuras de Gustavo, un ecologista antisistema cuyas andanzas cultivaban a veces una humorística self deprecation, y de Peter Pank, o la mezcla aparentemente imposible del héroe de J.M. Barrie (pasado por Walt Disney) y el ambiente de los punks y otras tribus urbanas. Yo diría que su traslado a Mallorca en 1984 (por motivos sentimentales: ¿los hay mejores?) contribuyó a su evolución, como demuestra en mi opinión su libro El carnaval de los ciervos, fantasía fantasmagórica que, en mi opinión, es uno de sus mayores logros.

El carnaval de los ciervos

"El carnaval de los ciervos"

En 1993, afectado por la guerra en los Balcanes, se autoedita un tebeo titulado Nosotros somos los muertos, que luego se convertiría en una de las mejores revistas de cómics jamás publicadas en España, con el mismo título y la colaboración fundamental de Pere Joan: un poco a trancas y barrancas, Nosotros somos los muertos, cuyo concepto recordaba, para bien, al Raw de Art Spiegelman, vivió (o sobrevivió) entre 1993 y 2007.

Me contó Pere Joan que cuando Max vivía en Bunyola era conocido por los lugareños como Es senyor de sa finestreta (El señor de la ventanita), dado que tenía la mesa de dibujo bajo una ventana pequeñita y quienes pasaban por delante de su casa solo veían un primer plano del artista, ya que su rostro absolutamente concentrado era lo único que se veía a través de sa finestreta en cuestión. Él mismo se dibujó de esa guisa, y con la lengua asomando por una u otra comisura, en muestra de profunda reflexión sobre cómo dibujar la viñeta de turno. Como si no hiciera otra cosa en todo el día, cuando Max, por lo menos en la época de NSLM, se convirtió en una especie de embajador volante y relaciones públicas que, no contento con tragarse los salones de Barcelona y de Angulema, se plantaba donde hiciera falta para construir una especie de red de dibujantes de cómics (o Banco del Mutuo Socorro de la ilustración) que le permitió hacer grandes fichajes para su revista mientras colaba su material en el extranjero. Lo dicho: un true believer.

Francesc Capdevila, Max

Francesc Capdevila, Max

Cuando le dieron el premio nacional de cómic en 2007 (la primera convocatoria del Ministerio de Cultura, si no me equivoco), a todos sus amigos y conocidos nos pareció lo más normal del mundo: no se nos ocurría nadie que hubiese trabajado más que él por el reconocimiento artístico y cultural de los tebeos en España. Aunque empezó en el underground de la transición, Max fue evolucionando hasta conseguir ser una presencia habitual en el diario El País o recibir un encargo del museo del Prado para dibujar un álbum que acompañaba a una amplia exposición de El Bosco, El tríptico de los encantados. Una pantomima bosquiana.

De Crumb a El Bosco y más allá. Max es un autor en permanente evolución y un maestro reconocido por los más jóvenes. Tal vez por eso luce una luenga barba canosa que, como comentábamos con Pere Joan, le confiere un aspecto a medio camino entre Alan Moore (con el que, afortunadamente, nada tiene que ver) y el Mr. Natural de Robert Crumb.