'Homenot' a Leopoldo Pomés / FARRUQO

'Homenot' a Leopoldo Pomés / FARRUQO

Artes

Pomés, la escuela de la mirada

La desaparición del fotógrafo deja a Barcelona huérfana de un personaje que supo combinar el sabroso arte de la conversación con el placer de la buena mesa

5 septiembre, 2019 00:00

“No desprecio el poder de la fealdad porque es la puerta de la estupidez y de la maldad”. Así lo escribió Rafael Sánchez Ferlosio y, al tratarse de una reflexión sobre el reverso de la belleza, le puso sin proponérselo un apéndice a la narrativa del fotógrafo Leopoldo Pomés, fallecido este agosto a los 87 años. Las palabras de Ferlosio también sirven de pórtico al recuerdo de Pomés, campeón de la escuela de la mirada desde niño, cuando descubrió una Kodak en su casa familiar, el living de Balmes. Se doctoró en la mirada del vestido frente a la desnudez, o de la desnudez que llega sigilosamente con la lenta cadencia del desvestido. Pomés coincidió con Milan Kundera cuando este arremetió contra el nudismo convencional, fuera contestatario o despiadadamente nórdico, como una tabla de gimnasia sueca.

Atravesábamos la fiebre de David Hockney y Robert Mapplethorpe; y fue entonces, cuando Manuel Vázquez Montalbán escribió que Pomés había “erotizado al país”. Le faltó añadir que fue más por lo que intuía que por lo que mostraba. Sea como sea, la fotografía colonizó a Pomés, como les había ocurrido a otros, entre ellos el mismísimo Man Ray, en circunstancias distintas, mucho antes y en el mismo siglo. 

Un día, Pomés proclamó su mot d’ordre, “mirar para pensar”, y orientó su instinto innovador hacia la producción audiovisual y la publicidad. Fundó el Studio Pomés, junto a su esposa Karin Leiz, fue director creativo de Tiempo BBDO, la agencia vinculada al Grupo Omnicom, inyectó imaginación a los concentrados de caldo de Gallina Blanca (la Agrolimen de Lluís Carulla); diseñó las burbujas de Freixenet, con los spots navideños que tanto conmovieron a Josep Ferrer, el chairman de la compañía de cava, y puso a una mujer de larga cabellera rubia sobre el Caballo Blanco de Terry, el mixtream del brandy español.

Pomés abalanzó los iconos de la vitalidad sobre el opaco mundo de las cuentas anuales de empresas familiares muy consagradas. Podríamos decir que continuó el trabajo que había iniciado Cirici Pellicer en Antonio Puig SA, la empresa perfumera que abrió el interruptor de la reputación corporativa en el mundo entonces naciente de la química fina. Irrumpió en el panorama de la fotografía con su primera exposición de 1955 en las desaparecidas Galeries Laietanes de Barcelona. Renovó y compartió una expansión destacable de este arte junto a otros grandes como Ramón Masats, Oriol Maspons, Joan Colom, Ricard Terré, Colita, Francisco Ontañón,Paco Gómez, Francesc Català-Roca, Xavier Miserachs, Alberto Schommer,  o Gabriel Cualladó.

Fue un dibujante notable, escribió poemas, libros creativos y dio incluso más de un zarpazo en el cine. A la hora del recuento confesó que la fotografía le había regalado “éxito intelectual y poco más”. Fue hace cinco años en la inauguración de una retrospectiva que recorría su aportación, celebrada en la Pedrera del Paseo de Gracia bajo el epígrafe Leopoldo Pomés. Flashback. Aquel día muchos pusimos en orden la cronología de este artista genuino que en los sesenta fue premiado en el Festival de Cine Publicitario de Cannes y poco después obtuvo el León de Oro en Venecia. Pomés se unió al movimiento Dau al Set con Tàpies, Cuixart, Ponç y Brossa, testigos inmóviles de su objetivo.

Retrató a sus amigos Jorge Herralde, Óscar Tusquets, Eduardo Mendoza o Cortázar; y dejó para el recuerdo instantáneas de arquitectos, como Oriol Bohigas, Josep Martorell y David Mackay. Los interiores y las fachadas llegaron a interesarle más que las caras. Más allá de la fotografía, Pomés impulsó y fundamentó sobre piedra, madera y cristal restaurantes como el Flash Flash y el Giardinetto, que combinan arquitectura y gastronomía, y que se han mantenido en el tiempo como pequeños templos en los que hoy, muy a pesar del ruido reinante, se mantiene el arte de la conversación. 

La fotografía persigue ángulos y claroscuros, mucho más que cuerpos. Nunca ha sido un vicio solitario de adoradores. Así la padecieron algunos de los más grandes y ambiguos maestros, al estilo de Miguel Ángel pintando torsos femeninos planos o Visconti, cuatro siglos después, mostrando la plenitud de la bella Claudia Cardinale, en la película El Gatopardo. Pomés viajó y descubrió, y me atrevo a decir que no encontró su Arcadia lejos de Barcelona; disfrutó de la jovial colonia de gentes con chambergo y chaquetas de terciopelo y hasta de los veranos en la Ibiza de los comienzos. Pero no necesitó el humo y la absenta que impresionaron a los románticos, Byron y Shelley, en la vía romana del Corso, donde se discutía (y todavía se discute) día y noche. Fue un artista burgués en el sentido más inofensivo de la expresión; no necesitó bajar a los infiernos para afirmar, como Borges o Wilde, que el diablo se lo debe todo a Milton.

Desconfiaba de los maestros de la trapacería. Su estilo de emprendedor prosaico, sabiamente combinado con un esteticismo desacomplejado, le permitió dirigir el espectáculo de apertura del Mundial de Fútbol de 1982, junto a Victor Sagi, publicista y navegante, un empresario que trató infructuosamente de desplazar  a Núñez al frente del FC Barcelona. Diez años más tarde, Pomés creó la campaña de imagen de los Juegos Olímpicos de 1992. Para el fotógrafo Barcelona fue simbólicamente su Villa Diodati, aquel refugio de poetas precoces e inventores de monstruos, situada en Ginebra, junto al lago que une los valles helvéticos.

Pese a su altura, su poblada barba y su pupila implacable, no quiso ser un artista solar. No dejó su huella tras los pasos de Wilhem von Gloeden, aquel camarógrafo excepcional que estuvo a punto de ser pintor después de estudiar en la Escuela de Artes y Oficios de Weimar, germen de la Bauhaus de Gropius. Gloeben se instaló en Taormina, la pequeña ciudadela del Jónico, convertida en ruta obligada de Durrell, antes de recalar en Alejandría. Lo que llevado al terreno de Pomés hubiese sido un empacho de belleza. No sé si alguna vez sintió la llamada del Egeo, pero si sabemos que detrás del Tirreno y camino de las islas griegas muchos han dejado el trabajo para más adelante. Él no abandonó nunca su empeño, hasta el punto de que el pasado año recibió el Premio Nacional de Fotografía por toda su trayectoria

Confió en el trabajo de laboratorio. Se concentró en el atelier de los poetas de la inmediatez simulada, producto de una reflexión que anticipa la imagen cuando esta todavía no existe. Así funcionó Pomés, como lo hicieron Cappa o Cartier-Bresson. Y así nos lo contó hace ya un tiempo la gran Susan Sontag en una ensayo panorámico sobre el arte maravilloso de apretar un botón para captar la eternidad de un instante.