Los círculos paradójicos de Ouka Leele
La desinhibida obra de la fotógrafa madrileña, que sustiyó el color natural por el cromatismo artificioso de la pintura, es la metáfora de una España que descubrió que podía ser moderna
25 mayo, 2022 22:00¡Pues podían haberme dado el de Artes Plásticas!”. La respuesta de Ouka Leele debió dejar estupefacto a quien, al otro lado del teléfono, acababa de comunicarle que acababa de ganar el Premio Nacional de Fotografía. Era 2005 y la fotografía digital ya estaba empezando a echarle un pulso a la química. Ouka estaba espantada porque las imágenes de códigos numéricos le parecían pósters horribles que le hacían vislumbrar una crisis para la fotografía de siempre y ella estaba desplazándose a toda velocidad hacia la pintura. En realidad, donde había vivido siempre.
“Llevo 40 años diciendo: “La dejo, la dejo”. Pero no puedo hacerlo porque ella me ama a mí”. Esto decía en 2019 Ouka Leele al autor de este artículo: su extraña relación con la fotografía, un medio al que llegó por casualidad –en 1974, con 17 años, bella y tímida, acompañó a un amigo al Photocentro, la mítica academia de la modernidad española de los 70 y lo que ocurrió es que, viendo revelar allí por primera vez en un laboratorio, se sintió tan estupefacta y fascinada que salió transformada como en una epifanía– para convertirse, rápidamente, en una de las creadoras icónicas más populares de la historia cultural de España.
Muy pocos fotógrafos de este país –quizá solo Cristina García Rodero y Alberto García Alix– pueden lucir un éxito popular del calibre y la durabilidad del que conoció Leele. Un éxito propulsado por su oxigenante frescura creativa en la gris España de la época, desde luego, pero también cocinado por un astuto don para la autopromoción de guerrilla. “Al fin en Madrid las fotografías de Ouka Lele”, rezaban, fosforescentes, las pegatinas que la propia Ouka Leele pegaba por la ciudad, cuando nadie la conocía, anunciando su primera muestra en un acto naif de descaro y de osadía que revela lo que la Movida fotográfica tuvo también de happening, de acción performativa y de astuta mercadotecnia.
Porque Ouka Leele (Bárbara Allende Gil de Biedma, Madrid, 1957; sobrina del poeta) es un caso paradójico, y en cierto modo seminal, del inmediato futuro que llegaría para convertir a los fotógrafos en los artistas que saltaron de las catacumbas tristes de las asociaciones fotográficas con sus salones colmatados del viejo paspartú envolviendo lóbregas fotografías en blanco y negro para apoderarse de las galerías de arte con mucho color y más alegría. En el Photocentro, donde Warhol era Dios y por el que pululaban díscolos traviesos del calibre de Pablo Pérez Mínguez o Jorge Rueda, a Ouka Leele, por sus dibujos al carboncillo de la Pietá o del Discóbolo, le llamaban “anticuada”. Pero cuando empezó a hacer sus fotos desinhibidas, que para ella apenas eran ejercicios escolares, rápidamente la proclamaron la nueva imagen de España. A la que también alimentó como musa.
Leele –una chica empática, risueña, disparatada, protagonista de anécdotas surreales como pedirle a sus compañeras de colegio que se encerraran en un armario colgadas de las perchas– tenía un carisma arrollador y en sus sesiones de fotos, según ha contado muchas veces, se lloraba de la risa. Las imágenes teatrales y escenográficas, deudoras de Man Ray, que era el genio que la ayudaba a continuar con la cámara cuando a Leele le daba alguno de sus frecuentes ataques de odio a la fotografía, y de Salvador Dalí, que para Ouka fue “un iluminado científicamente certero”, la elevaron al cetro de la modernidad coronada en ese altar llamado La edad de oro, el programa de televisión de Paloma Chamorro en el que irrumpió tocada con un cerdo en la cabeza proclamando una suerte de delirante religión que ella llamaba “mística doméstica”.
Aquella época dorada que Ouka describía como de libertad absoluta desencadenó éxitos tan alocados como arrastrar hasta su casa a reatas de japoneses que iban a mostrarle su pleitesía. “Iban todos en fila y me hacían reverencias”, me decía, tronchada de la risa. Ese éxito resultó, formalmente, doblemente paradójico y chocante pues si la clave de la obra de Leele para muchos aficionados fue el color, resulta que a Ouka el color “de la realidad” y el fotográfico no le interesaron nunca lo más mínimo. Lo que ella hacía era disparar en blanco y negro y fabricar su propio color tintando sus fotografías con acuarelas de un color irreal, chillón, fantástico, de una rabiosidad tal que los espectadores, ávidos de sacudirse de la solapa la ceniza del franquismo, depositaron en sus divertidos montajes una esfera de crítica social que, en realidad, las imágenes, pura sublimación de lo cotidiano y la peineta penetradas por el furioso pop chillón, no tuvieron –salvo de rebote– nunca jamás.
Más bien, fueron travesuras –nacidas de un volcán creativo, ciertamente– que liberaban tensiones visuales reprimidas por efecto de frivolidad, si puede decirse así. Y que Leele cocinaba espontáneamente, con la misma naturalidad que imponía su figura femenina –porque fue la primera gran mujer, no solo fotógrafa sino también artista plástica, de nuestra historia reciente– sin recurrir a ninguna retórica ni bandera del feminismo. Muchos años después, cuando la invitaban a una muestra protagonizada únicamente por mujeres, Ouka Leele se negaba. No podía soportar habitar encerrada en una celdita. “Yo sobresalía más que mis compañeros. Nunca tuve problemas con eso. Ahora soy revolucionariamente activista contra las exposiciones de mujeres. No puedo soportarlo. No creo que ser mujer u hombre tenga nada que ver con el arte que haces”.
Leele nunca teorizó su trabajo. Sabía que en él se mezclaba la performance, el teatro. “Yo misma no sé en el fondo lo que hago”, confesaba. Lo que sí sabía, o eso decía, es que cuando en Arlés, en 2019, se presentó una gran exposición retrospectiva de los cuatro grandes fotógrafos de La Movida –Alix, Trillo, Pérez Mínguez y ella– la gente la paraba por la calle para decirle: “La tuya es la mejor. La más contundente. La más fuerte”. De hecho, el cartel de la exposición era una imagen suya. La célebre de los limones. Es posible que –salvo Mínguez y Jorge Rueda– no hubiera en esa época un fotógrafo en España con más punch y más pegada que Ouka Leele. Tanta que, ¡con 29 años!, ya hacía exposiciones ¡retrospectivas! en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid.
“Quizá por una razón que nadie me dijo. Porque yo tenía una enfermedad muy gorda, me veían como a Rimbaud y pensaban: “Se nos acaba y tenemos que hacer algo antes”. De caminar por la calle asaltada continuamente por la gente, atragantada por una fama que alguna vez le resultó realmente agobiante, Leele se asustó. Eso mismo, el miedo, fue lo que impidió que el éxito le volara –del todo– la cabeza. Más bien era su inclinación a hablar con el corazón abierto y no con la cabeza, la que le granjeaba la admiración del público. Antes de que un linfoma le cambiara el estilo a los 22 años para volver a su mirada menos ácida, más inquietante, menos sarcástica y más reposada, incluso mística, la mezcla de inspiración onírica, diseño y cartelismo –a la que ella sumaba la inspiración de la locura y la irrupción del azar– de su trabajo cristalizaron bien en su serie Peluquería, presentada en Barcelona en el 79, una colección de retratos de amigos que ella transfiguraba en estampas de santos coloreados amenizados con una alocada colección de ornamentos surreales.
La explosiva digestión iconográfica de una chica educada en colegios de monjas que ahora, reclutada y pervertida por la Cascorro Factory –el grupo explosivo de los Ceesepe, García Alix y El Hortelano, con los que compartió un piso que incubó la Movida más disparatada de su tiempo– le devolvía a la Iglesia esta suerte de inocente herejía más divertida que transcendente y unas imágenes, como todas las suyas, que ella veía en su cabeza pero que luego no miraba por el visor y que desfilaron con gran éxito por todas las revistas marginales y fanzines de su tiempo. Desde Vicios modernos a la mítica Star que, por cierto, impulsó la publicación del primer reportaje sobre el punk en Londres, obra del fotógrafo español Salvador Costa.
Una parte de la actitud de rebeldía del punk y del movimiento dadá, que alteraba el orden del mundo cambiando los objetos de lugar y de sentido, inspiraron también la obra fresca y divertida de Leele.Aunque el éxito apoteósico y fulminante –demasiado fulminante para ser bien digerido por alguien tan joven– la llevó a abordar encargos sideralmente bien pagados –según confesaba ella misma le cobró 15.000 euros por una foto a la cadena Tele 5– y a enfrascarse en empeños que requerían una producción institucionalizada, como la que en 1985, tras seducir al alcalde Juan Barranco, para los críticos de Leele certifica la defunción de la Movida: orquestó una escena mitológica en la Plaza de Cibeles para cuya teatralización, con más de quince figurantes, debió obtener a alta bula de poder parar el tráfico: señal inequívoca, según los que siempre la miraron con escepticismo, de que la Movida había sido, al fin, institucionalmente absorbida.
Aunque esa es otra sorprendente paradoja en la vida de Leele. Porque, para ser conocida como una fundadora del Madrid de la Movida, desarrolló gran parte de su trabajo bajo el influjo catalán del surrealismo. En Barcelona. Introduciendo en la gestión del Madrid Me Mata un factor de descentralización autonómica no suficientemente ponderado que dinamitó el copyright con el que Madrid hizo caja registrando la Movida. “Porque yo llevé la Movida a Barcelona”, me dijo riéndose de un tiempo que aún contemplamos, tan legendario y sorprendente, porque no ha sido del todo bien estudiado y para el que reclamaba “más prestigio”. “Deberíamos grabarnos y contar lo que vivimos, ya empiezan a faltar algunos”, decía Ouka, con melancolía pero sin rabia.
Ella ya no podrá hacerlo. El rebrote de una enfermedad que parecía haber dejado atrás ha acabado con ella en un hospital de Madrid. Tenía 64 años. El año pasado había expuesto en el Círculo de Bellas Artes una antología con material inédito entresacado del ingente depósito de obras –unas 1.500– que el Archivo Lafuente guarda de ella. Junto a su memoria visual, entretejida con la irrupción de la revista Nueva Lente que dinamitó las estructuras oxidadas de la fotografía española del último franquismo –“el tiempo de protestar ha terminado. Que cada uno haga o diga lo que mejor le parezca. Nosotros (…) prometemos, firmemente y desde ahora, seguir DESTRUYENDO lo que haga falta destruir”, anunciaba la revista en una arenga iconoclasta y subversiva– deja el legado de una artista que se inventó a sí misma rechazando ese “color fotográfico”, decía asqueada, que nunca le interesó lo más mínimo.
Lo suyo era viajar a otro planeta volcando lo imaginario sobre lo real en forma de paletada de acuarela. “El color es una expresión y la cámara no capta los colores interiores”. Lo decía hasta que aprendió a dominar el Photoshop, esa forma de hacer tu propia pintura digital, con la que, empezando por temer que decretaría un holocausto fotográfico, acabó estando encantada. Y eso que nunca salió del triunvirato rojo / amarillo / azul. “No necesito más. Con esos ya puedes hacer todos los demás.”
Maneras alteradas de mirar de una creadora muy placentera y sensual, muy carnal. Y también algo errática y disparatadamente caótica que podía aparecer como jurado en un pésimo talent show televisivo compartido con influencers e instagramers. Cuando le pregunté si aquél programa podía ayudar a la difusión de la fotografía española, Leele respondió de golpe, con una honradez desarmante, franca y cabal: “Yo creo que no. No sé por qué he hecho ese programa”. Muy poco después, Ouka Leele, prima de Esperanza Aguirre, apareció en concentraciones del movimiento antivacunas para la Covid sermoneando a sus hermanos negacionistas con la buena nueva pseudo-hippy de que “el amor es la mejor mascarilla”. Vaivenes de una intensa vida presidida por un nombre voluntario –ese electivo Ouka Leele que desplazó al administrativo Bárbara Allende– que le puso El Hortelano y que en Guinea Ecuatorial significa estar muy bien y completar con éxito el círculo de la vida. Hasta la muerte.