Andy Warhol / DANIEL ROSELL

Andy Warhol / DANIEL ROSELL

Artes

Warhol, el vampiro con ‘voz Bouvier’

Una biografía de Jean-Nöel Liaut, editada por Arpa, pasa revista a la ‘bildungsroman’ del artista norteamericano, cuyo universo ‘pop’ configuró el marco de la última modernidad analógica

1 abril, 2022 21:20

Un ángel con un demonio dentro. Una criatura ultrasensible capaz de proyectar una frialdad mecánica. Un genio movido por la furia silente y concentrada de la frustración. Un creador de conceptos y obras banales que han perdurado en el tiempo. Un artista que trabajaba con una mentalidad avariciosa e industrial. El maestro del aura destrozada de Walter Benjamin. Un embaucador de la aristocracia neoyorquina, esa clase social que piensa que el arte puede adquirirse sin esfuerzo y sin talento, a cambio de un cheque. Un incomprendido al que todo el mundo adoró en algún momento hasta ese instante fatídico en el que descubrían –bajo su peluca plateada, detrás de sus lentes oscuras– a un canalla. Un niño solo, insufrible y asustado. El itinerario vital de Andy Warhol (Pittsburgh, 1928-New York, 1987) reúne en una única persona todas estas posibles biografías, sin limitarse a ninguna de ellas por completo.

El perfil artista norteamericano, que no fue el pionero pero, cien años (menos un lustro) después de su nacimiento, ha pasado a la historia como el príncipe del pop art, presenta, como sucede con casi todas las personalidades interesantes, una topografía compleja y rugosa, cortante por un lado y lisa en el extremo opuesto. No existe un único Warhol, sino cientos. Miles. Igual que sus serigrafías, que, como en los cuentos de Borges, multiplican hasta el infinito el impacto de las imágenes domésticas, transformando lo cotidiano en un horizonte opresivo, mostrando la artificialidad del universo en el que todavía habitamos.

Imagen seriada de Andy Warhol

Tres décadas y media después de su muerte, tras una intervención quirúrgica desafortunada, un destino irónico para alguien al que siempre le aterró la muerte y mucho más la medicina, el legado del padre del underground de los años sesenta –que en España se replicó con más de dos décadas de retraso, debido a la herencia de la noche oscura del franquismo– no ha perdido vigencia, aunque en términos artísticos sea desde entonces un lugar excesivamente común y replicado. En cierto sentido, todos vivimos todavía en la galaxia configurada por sus ideas, amplificada gracias al paradigma indiscutible de la nueva cultura digital. Warhol, quizás más que cualquier otro artista, es el creador del marco de la última modernidad analógica, preludio de todas las distopías contemporáneas. El gran profeta de los mass media.

Su obra fue un canto al capitalismola misa solemne del consumismo, la forja de una civilización nacida en la América de los años 50 que todavía se prolonga, ignorante de su propia decadencia, a través de pantallas líquidas y redes invisibles. Un sujeto cuyo nombre devino en el adjetivo que designa una forma de arte basada en el prosaísmo extremo, el desecho útil, el desajuste frecuente y la sacralización del criterio de las masas, aunque filtrado por el gusto caprichoso, y a veces un poco imbécil, de las élites del dinero. En la década de los veinte –los años dorados de la Era del Jazz, previos a la Gran Depresión, que es el momento en el que llegó a la Tierra en el seno de una familia ortodoxa de origen eslovaco– el mundo parecía feliz antes de deslizarse por el precipicio del hambre, el desempleo y la pobreza.

The Velvet Undergorund & Nico, y Andy Warhol

The Velvet Undergorund & Nico, y Andy Warhol

Esta depauperación social provocaría la hegemonía asesina de los totalitarismos comunales –fascismo y comunismo–, donde el individuo es sepultado por la fuerza de las hordas populistas. A partir de los cincuenta, cuando este desconocido joven asocial y afeminado llega a Nueva York huyendo de las acerías de Pittsburg, donde la industria pesada construía el hierro de los rascacielos y el metal bruñido de los cañones, sumida permanentemente en un horizonte de humo negro, el espejismo del consumo transformó la ingenuidad aldeana de los Estados Unidos de ese momento –una sociedad hecha merced al sometimiento de la inmigración a los valores del puritanismo– en un trampantojo de insoportable felicidad familiar, postres colmados de azúcar y milkshakes.

La rebeldía de los años del primer rock & roll no tardaría en mutar en el desengaño de los sesenta, una década prodigiosa en la que más de la mitad de la Gran Manzana, centro de la vanguardia artística, estaba horadada por ratas, cucarachas como gigantes y yonkis. Los mitos expresan fábulas, aspiraciones irreales, sublimaciones. Así se construyó la leyenda del artista plateado, sobre la que el escritor francés Jean-Nöel Liaut ha escrito una biografía, editada por Arpa, austera, contenida, sintética y muy documentada. El libro relata, siguiendo una estructura lineal, ortodoxa y descriptiva la bildungsroman del artista norteamericano desde sus infancia –transida de una religiosidad heredada, contagiada por el melodrama de su madre, aderezada con la música de las comedias de Broadway y las películas de Hollywood clásico– hasta su cúspide, pasando por todas las etapas intermedias: cine, arte, pintura, business.

Andy Warhol´s Diaries : PEGUIN

Liaut desnuda al personaje, reúne testimonios de los acompañantes de su odisea y sintetiza –con oficio y pericia– los escalones de su pasarela hacia el Parnaso de la influencia. El escritor, galardonado por la academia francesa por sus obras biográficas, no desvela ningún secreto, algo por otra parte imposible dada la multiplicación de relatos sobre el personaje, incluido el que el propio artista configuró a través de los apuntes de sus Diarios. Su habilidad es otra: reproducir con exactitud y método el marco cultural que hizo posible que un inadaptado social categórico, lleno de complejos físicos y terrores íntimos, terminase definiendo parte de la segunda mitad del siglo pasado. Y anticipándose al presente.

También incluye caracterizaciones inolvidables de Warhol y el Nueva York milagroso. Por ejemplo, el proceso de destilación a partir del cual el artista norteamericano inventa su propio personaje –el hombre mudo con voz de Bouvier– que vampirizaba todo el talento que encontraba a su alrededor hasta convertirlo en un monopolio personal. El retrato de Liaut es neutral, algo digno de elogio por tratarse de un devoto del zorro blanco, a cuya vida ha dedicado el escritor francés décadas de estudio y atención. El interés personal, sin embargo, no ciega su visión como biógrafo, que desmiente las usuales exageraciones con datos reales.

Sirvan como muestra dos: el mito del elitismo del artista norteamericano, perfumado en exceso con aroma de Shalimar, ocultaba una secreta devoción por el ajo –alimento recurrente de los hipocondriacos–; o las heridas de una infancia y juventud marcadas por la escasez y la pobreza, diablos del infierno de la gran Drella, como le apodaban burlescamente los músicos de The Velvet Underground cuando, a cambio de su mecenazgo, que incluyó el diseño de la famosa portada del disco del plátano (un falo disimulado), impuso a Lou Reed y John Cale la presencia de la modelo alemana Nico, que hasta entonces no había cantado más que en las misas de las parroquias protestantes. En las fotos, sin embargo, era imbatible.

Reed y Cale dedicaron a Warhol, muchos años después, un disco homenajeSongs for Drella– donde evocan instantes del universo warholiano. Es una opereta musical perfecta para acompañar la biografía de Liaut, donde se relatan sus años como exitoso ilustrador gráfico para revistas de moda y tiendas femeninas, se profundiza en su esquiva sexualidad –un homoerotismo que combinaba el voyerismo con la perversión vergonzante, tras contraer una enfermedad venérea–, su tardanza en acceder a las galerías del arte serio, entonces dominado por los intelectuales abstractos, la fascinación trágica por la Norteamérica terrible –cuyo epítome son sus obras sobre la silla eléctrica y la pena de muerte– o su obsesión por dibujar los pies de sus modelos masculinos.

Latas de sopas Campbell´s : ANDY WARHOL

Liaut nos muestra a un creador complejo: talentoso para el dibujo y la ilustración editorial, elegante y frívola. Ambicioso hasta la crueldad –la leyenda lo recuerda como un devorador de almas ajenas, aunque uno sospecha que muchas de sus supuestas víctimas se perdieron antes por voluntad propia–, un avaro millonario –llegó a cobrar fortunas a las celebridades por sus retratos hechos con una polaroid–, astuto, mucho más dotado para las relaciones sociales de lo que se cuenta –al contrario de lo que se piensa, los mejores socialites suelen ser los tímidos–, mitómano –por Truman Capote sintió verdadera obsesión– y hecho a sí mismo con materiales de desecho y acarreo. La máscara creada por Warhol, rey de The Silver Factory, es una metáfora depurada del sentido de su obra, tan artificial que deslumbra. Tan previsible que ciega. Gloriosamente impertinente e instalada en el mainstream.

En el fondo –y esto lo cuenta muy bien este libro– Warhol tuvo más talento como creador de tendencias que como autor plástico, cosa que si se mira despacio engrandece al personaje, que supo ver antes que nadie que la obra puede ser discutible pero la construcción de un determinado mensaje es una actividad tan artística, e incluso superior, a la pintura, la fotografía o el cine, que practicó con una convicción profundamente innovadora en sus películas verité, como Sleep o Empire, basadas en sucesivas e interminables horas de planos fijos. El seductor de serpientes, delicia excéntrica de las marquesas de Park Avenue, el chico que quería ser como Picasso o Cocteau y se pintaba de colores las uñas de las manos, podía ser una personalidad tan inquietante como irresistible.

Sus discípulos, miembros de una cofradía de elegidos de usar y tirar, drogadictos, travestis, criaturas de los años insondables del Chelsea Hotel, siempre dijeron (salvo excepciones) que Warhol se aprovechó de su falta de seguridad. Su leyenda negra, enunciada por estos caídos en desgracia, como Eddie Sedgwick, una de sus musas, se construyó en buena medida desde el resentimiento. Sin ser incierta, al menos a tenor de esta biografía, no puede alejarse del testimonio subjetivo. Probablemente quien mejor entendió el egoísmo ancilar de Warhol fue Bob Dylan, que acudió a uno de sus famosos screen test –evocados hace unos años con maestría retro por el dúo Dean & Britta en un disco fabuloso– y, al reclamar sus honorarios por sus derechos de imagen, recibió un cuadro que terminó regalando, cosa que indignó a su autor durante toda la vida.

El músico de Minnessota se topó con una criatura artificial que emulaba la voz infantil de Jackie Kennedy, enamorada de los gatos, con fijación por la riqueza y el glamour de los dólares, cuyo verdadero talento consistía en manejar mejor que nadie el sello de autenticidad de aquella modernidad efímera –como todas– donde la excentricidad se consideraba un valor casi nobiliario (en un país sin más aristocracia que la del dinero). “En el futuro todo el mundo será famoso durante 15 minutos”, auguró Warhol en una de sus frases más célebres. Antes de que se esfumase la frontera entre lo sagrado –el arte como sustituto de la religión– y lo profano, confundiéndose ambos conceptos para siempre.

Warhol, Jean Noël Liaut : ARPA

Desde entonces sabemos que el arte no requiere esfuerzo ni genio, sino únicamente la capacidad para causar impacto, sorpresa y sensación en un inmenso mercado de vanidades que ahora se extingue tras unas centésimas de segundo. Warhol no eligió su nombre artístico –una reducción de su apellido de inmigrante (Warhola) con el apócope de la última vocal–  porque quisiera ocultar su personalidad. Fue debido a una errata de imprenta de las revistas de moda a las que vendía sus dibujos con una disciplina infalible. Su arte es también una forma de enmienda, la corrección de una biografía desgraciada. Una elipsis ambigua que puede ser entendida como una apología celebratoria o una crítica del capitalismo expandido. Dependerá del sentido que le quiera dar cada espectador a su alquimia de lo plebeyo. Una lata de sopa Campbells, una caja de detergente Brillo, un billete de dólar, una cocacola y un revólver. Un arte (americano) a la medida de cualquiera.