Dibujo de un cómic de José María Vallés

Dibujo de un cómic de José María Vallés Ediciones La Cúpula

Artes

El descacharrante Vallés

Nunca fue comprendido por un público mayoritario ni él hizo el menor esfuerzo por lograrlo, pero es lo más parecido a un genio del humor disparatado que hemos tenido en la historieta española

8 abril, 2024 00:00

Retirado en un pueblo catalán del interior, otrora centro de veraneo para los burgueses del Ensanche barcelonés, el gran José María Vallés (Barcelona, 1947) cuelga de vez en cuando algún chiste (tronchante) en su página de Facebook y a eso parece reducirse su producción actual. Tampoco puede decirse que, cuando estaba en plena actividad, fuese un humorista tan popular como Perich, Forges o Romeu, pues lo suyo requería un público muy particular que ignorara el feísmo de su trazo y se fijara en lo que realmente importaba: su peculiar visión del mundo, sarcástica y majareta, que no era, desde luego, para todas las audiencias. Yo mismo, que me acabé convirtiendo en uno de sus mayores fans, tuve dificultades al principio para deglutir sus garabatos, mientras mis amigos Ignacio Vidal-Folch y Carlos Prats me insistían en lo grande que era el hombre. Con él fabricaron un tebeo, Peste a ajo (1978), para la editorial de la revista Ajoblanco (donde su principal factótum, Pepe Ribas, acabó escribiendo un artículo en el que se disculpaba ante los lectores por haberlo publicado: ¡solo Vallés era capaz de algo así!).

Vallés pasó por revistas como Mata Ratos, Por Favor o El Víbora, sin llegar a encajar en ninguna de ellas. Pasó una temporada en París, donde hizo amistad con Willem y otros brillantes representantes del humor local más bestia, pero acabó volviendo a Barcelona como el que regresa al lugar del crimen. En casi medio siglo, sólo ha publicado tres (soberbios) álbumes: Cuarenta años de balde (1976), ¡Joder con los Aguirre! (1988) y Mira que eres perro (2015). La mayoría de su extensa obra, pues, permanece desperdigada por las diferentes publicaciones por las que pasó en un momento u otro de su particular existencia. Vallés siempre fue un dibujante caótico y desordenado, uno de los últimos especímenes de la bohemia clásica. Nunca entregaba a tiempo, lo que solía conducir a su despido del diario de turno y a incrementar la mala fama del redactor (y amigo: no diré nombres) que lo había recomendado. Si te invitaba a comer a su casa, llegabas, te decía que tenía la nevera vacía y acababas llenándosela tú (esto me pasó a mí). De ve en cuando, practicaba el noble arte del sablazo y lo hacía con la misma gracia que el padre de Peret en la canción El mig amic (cuando me resistí a su cuarto ataque, tuvo el cuajo de acusarme de roñica, pues yo trabajaba en esa época para El País y, como me espetó el interfecto, “¡Cómo eres, Ramón! Con la pasta que le sacas a Polanco…”)

Era imposible enfadarse con Vallés. Había en su desfachatez una inocencia que te desarmaba. Vallés te hacía reír desde el papel y en vivo y en directo. Su especialidad era fijarse en los elementos más cutres de la vida y sacarles jugo, como hizo con personajes como Javi, el hijo de la portera y, sobre todo, Los hermanos Aguirre, dos sujetos atrabiliarios que atravesaban la ciudad alterando de forma subnormal la paz social (en una de sus historias, uno de ellos distraía a un quiosquero de la Rambla mientras el otro se la meneaba con una revista porno que no pensaba comprar) y para los que se inspiró en una pareja de gemelos de mediana edad que se tiraron años pateándose el Ensanche barcelonés, avanzando de forma descoyuntada, haciendo muecas y vestidos exactamente igual, como su tuvieran ocho años, pero de traje y corbata. Yo me los crucé a menudo y siempre me llamaron la atención, pero Vallés sacó petróleo de ellos. Un día solo vi a uno. Y no mucho después, a ninguno. Supongo que murieron sin que nadie llegase a saber quiénes eran y qué pretendían. Menos Vallés, que les regaló una personalidad (desquiciada) y los utilizó para desarrollar su delirante inventiva humorística.

En cierta ocasión, Vallés me resumió su vida sentimental: “Mi primera mujer me mantenía. Con la segunda, íbamos a pachas. Y a la tercera la mantengo yo. Voy de mal en peor…”. La tercera en cuestión (y madre de sus hijos) era una gitana encantadora que le llamaba por el apellido (estabas hablando con él y de repente oías un grito: “¿Valleeeeeeeeeés!”; nunca sabías si se requería su colaboración o si había sido pillado en un renuncio). Cuando murió, nuestro hombre acusó el golpe y empezó lo que podríamos llamar su retiro, lejos de la (precaria) industria del cómic y del mundanal ruido. Nunca fue comprendido por un público mayoritario ni él hizo el menor esfuerzo por lograrlo, pero para mí (y unos cuantos más) es lo más parecido a un genio del humor disparatado que hemos tenido en la historieta española.