Fotoperiodismo y (melo)drama
La imagen de la voluntaria de la Cruz Roja que abrazó a un inmigrante en Ceuta ha generado emoción y odio en las redes, pero oculta el verdadero significado de su drama
11 junio, 2021 00:10De nuevo una imagen incendia el debate social. Ceuta. Luna Reyes, joven voluntaria de Cruz Roja, de piel blanca, abraza a un desesperado y exhausto inmigrante senegalés de piel negra. Dejando tras sí una polvareda simultánea de solidaridad y odio, la fotografía viaja sola por la esfera digital desatando instantáneas y furibundas reacciones. Ya sabemos: un clic, un parpadeo, un tuit. Se consumirá inmediatamente. En muchas de esas reacciones, el fotoperiodismo vuelve a ser puesto en la picota sin misericordia.Lo más interesante de la imagen es al mismo tiempo lo más detestable: su apelación al melodrama. Es lo que más efectiva la hace: su elemental convencionalismo visual, su primaria –y, por lo tanto, engañosa– retórica de pietá cristográfica. Atrapado en narrativas visuales que –al menos en los medios generalistas– no ha sabido modernizar ni renovar al fotoperiodismo español le ocurre lo que Serge Daney y Christian Caujolle demostraron en Libération durante la guerra Irak-Irán, que se trataba de un conflicto muy escaso de imágenes.
En un experimento muy perverso, publicaron encadenadas dos fotografías: una tomada en Verdún durante la Primera Guerra Mundial y otra registrada realmente en la guerra entre esos dos países. La estructura icónica de las imágenes era tan idéntica, que los lectores no advirtieron ninguna diferencia: “No necesitamos fotoperiodismo de actualidad; hay suficiente con los estereotipos gráficos que respondan a un índice de modelos de noticias”, decía Joan Fontcuberta en 1997.
El abrazo de Ceuta / EFE REDUAN DRIS
Fontcuberta exagera –o quizás no– pero es precisamente la reiteración de imaginarios visuales religiosos, como los de la pietá y el desprendimiento, tan clásicos de la pintura, luego consagrados por la fotografía –El baño de Tomoko– de Eugene Smith o la imagen con la que Samuel Aranda ganó un World Press Photo– y, finalmente, enfatizados por el cine –Espartaco, El Padrino III– lo que hace que la imagen distribuida por la agencia Efe conecte automáticamente con nuestra memoria visual sobre los conceptos del dolor y del consuelo, pues es sabido que las imágenes remiten siempre a un imaginario preexistente, una suerte de gran almacén icónico en el que, según su estructura, buscan –como quien persigue su ser y su sentido– su colocación y su sitio.
Esa memoria de imágenes está cargada de significado y de lectura, de tal modo que una imagen que en su composición remita a una pietá, por contemporáneo que sea el suceso que la desencadenó, será leída de esta manera. Si al narrar los sucesos migratorios de Ceuta los ilustramos destacando esta clase de imágenes –a sabiendas de que tienen una extraordinaria potencia viral pues, por pertenecer a la memoria visual colectiva, fluyen y anclan bien entre el océano diario de fotografías: es decir, que generan links, tráfico y negocio– estaremos enmarcando visualmente esos hechos en los códigos tradicionales de los relatos de bondad de la cultura judeocristiana. Y eso significa neutralizar, o reducir, el análisis y la reflexión política sobre estos hechos para desbocar entre los lectores la conmiseración, el drama y la lágrima, que es un caballo que galopa con facilidad. “Cargar las tintas en el sentimiento no hace otra cosa que enturbiar el profundo sentido del mundo”, escribe Laura Terré.
Y. sin embargo, y partiendo de la base de que la fotografía inevitablemente lo estetiza y cosifica todo por igual, no hay buen fotoperiodismo sin emoción. Al menos en sus formatos generalistas. Es una suerte de trampa fatal. “La imagen, la idea que nos vuelve locos de dolor, no puede arrancarse del alma, y todos los esfuerzos y los rodeos de la mente para deshacerse de ellas provocan una atracción”, dictó Paul Valéry, citado por Georges Didi-Huberman. Otro asunto es que las imágenes, que arden y nos consumen en su contacto con lo real, nunca como ahora, en un mundo tan ardiente como el actual, han mostrado “verdades tan crudas” mientras, al mismo tiempo, nos hayan “mentido tanto solicitando nuestra credulidad”. “Nunca la imagen ha sufrido tantos desgarros, tantas reivindicaciones contradictorias y rechazos cruzados, manipulaciones inmorales y execraciones moralizantes”. La fotografía de Ceuta, doblemente sometida al fuego cruzado de la política nacional, no es una excepción.
Una de las cosas más ridículas que se pueden decir para deslegitimar al fotoperiodismo, y se ha dicho hasta la saciedad en este caso, es que una foto no sirve absolutamente para nada. Y, derivado de ahí, que fue “una mentira inmensa”, pues el inmigrante fue (al parecer) rápidamente devuelto a Marruecos. ¿La imagen no ha servido para nada? Pues claro, evidentemente. ¿Alguien esperaba otra cosa? Las imágenes no resuelven los conflictos migratorios. ¿Cómo iban a hacerlo? “Hay que ser extremadamente cuidadosos para no confundir representación con relato”, advierte Marta Gili. “Los espacios de resistencia no se construyen con imágenes, cerámicas o pinturas”.
Cierto. Pero sí ejercen una clara voluntad de denuncia: le amargan el desayuno –cada vez menos– a la población que intenta ignorar los dramas que visualizan. Y registran la memoria de esos dramas: como están hartos de explicar tantos fotoperiodistas, el mundo sería peor si sus tragedias no se documentaran, pues la impunidad derivada de la ceguera social sería absoluta. No. La fotografía no va a cambiar el mundo, pero puede influir en la predisposición de quien la mira. El impacto por la publicación de la imagen del niño sirio Aylan, que apareció ahogado con tres años en una playa de Turquía y que fue tan discutida en el entorno del fotoperiodismo, no zanjó la crisis de los refugiados, pero según un estudio americano sí consiguió que un importante segmento de población cambiara la palabra emigrante por la palabra refugiado para identificar a la población sometida a ese drama. Parece un cambio nimio. Pero, en según qué entornos, podría ser un gran avance semántico.
Depositar en las imágenes el poder de transformar la realidad recuerda aquellos esfuerzos inútiles que, según Rilke, desembocan inevitablemente en la melancolí. Solo en algunos episodios históricos muy determinados –Vietnan, por ejemplo– y no por el efecto de una única imagen, sino por la lluvia pertinaz de muchas de ellas durante años, la fotografía ha contribuido a redirigir un conflicto bélico. El resto es la historia de una indiferencia. Ninguna imagen, ni miles de ellas juntas, ha conseguido extirpar el deseo de guerra. En 1924, en el décimo aniversario del inicio de la Primera Guerra Mundial, el objetor de conciencia Ernst Friedrich publicó Kriege dem Kriege! (¡Guerra contra la Guerra!), un álbum con más de 180 imágenes atroces que presentaba las horribles consecuencias de una contienda de forma visualmente cruda y descarnada, acentuada por apasionados pies de foto redactados en cuatro idiomas.
En seis años, el libro –al igual que las variadas películas antibélicas que se filmaron en los años 20– en el que muchos colectivos antimilitaristas y de izquierdas depositaron el poder de influir en la opinión pública para girarla hacia posiciones antibelicistas, vendió diez ediciones, solo en Alemania. ¿Qué pasó? Pues que si la Primera Guerra Mundial, con su trágico espanto, fue consignada como la guerra que pondría fin a todas las guerras, en 1939 estalló… la Segunda. Entonces las imágenes podían resultar todavía novedosas. Y, puesto que se distribuían infinitamente menos imágenes y que el mundo que descubrían podía causar aún entre sus espectadores la excitación del primer asombro, su efecto sobre las conciencias era más penetrante y hondo.
Sin embargo, su mayor poder de horror y estremecimiento no consiguió evitar nada. Décadas después, las imágenes entendidas como conmoción son ahora un cliché visual que viajan dándose codazos por abrirse un hueco en el túnel de aceleración vertiginosa de las redes sociales enarbolando lo mismo de siempre: el dramatismo, que es un motor empresarial que estimula el consumo, decisivo para la prensa. La paradoja es que ese dramatismo –que en el caso de Ceuta excluye la sangre– es bello, compone una hermosa imagen, según los cánones estéticos occidentales a cuyo consumo va destinada.
Si encontrar belleza en las fotografías bélicas parece cruel, pero el paisaje de la devastación sigue siendo un paisaje”, según escribió Susan Sontag, en la iconografía de las avalanchas migratorias, todo un subgenéro fotográfico que ha creado su propia cultura y su relato visual, la pietá de la voluntaria y el migrante abrazados en el fugaz callejón sin salida de una desesperación común, pues ella sabe que poco más puede hacer por él y él conoce de antemano que su destino será ser repatriado al lugar del que intentó huir, es una imagen de alto valor simbólico que funciona muy bien en la esfera emocional. En el vértigo fosforescente de las pantallas es una imagen simple que, retroalimentada por esta tradición iconográfica, conecta, pega, viraliza, arrastra.
¿Cómo sustraerse al magnético encanto de un abrazo interracial de consuelo y esperanza? Si esto fuera una novela, estaríamos ante un giro elíptico que precipita el clímax argumental de una larga y desesperada epopeya que el relato nos ha hurtado y que la imagen, con su poder concentrador, por supuesto no solo elude, sino que deja lejana, borrosa y desinteresadamente atrás. Consumido el instante del drama visual, apagadas las cenizas de la imagen, ¿quién penetrará en el origen y la complejidad del drama que esa fotografía ha esquematizado en otra volátil pietá?
Solo una solitaria imagen. Peor aún: una imagen icónica, que es la reducción simplificada que el fotoperiodismo suele facturar del mundo: una imagen que sobrevivirá, una estampa que definirá la historia. Pero las imágenes icónicas en las que creemos cristalizar la explicación de la endiablada complejidad de un complicado conflicto, e incluso de un periodo histórico, son imágenes rápidamente despegadas de lo real que operan en el plano simbólico, allá donde cada cuál las carga del sentido que le place desvinculándolas del suceso real que les dio origen.
Las imágenes no eligen su performatividad. Simplemente, se comportan de un modo u otro según dónde cada usuario las coloque. La periodista Cristina Seguí, por ejemplo, llevó la de la cooperante y el joven senegalés al ring de la desquiciada política española, que ella contribuyó a enloquecer fundando Vox. Y de resultas de esa maniobra, ocurrió que la imagen, noqueada por un crochet, como esos boxeadores zumbados que abatidos sobre la lona adquieren un repentino don de lenguas en las películas, esta fotografía comenzó a hablarle de “la decadencia moral de esta gente y sus discursos buenistas. Oenegista abrazando a un ilegal tras pasar cuatro minutos en las gélidas aguas mediterráneas, y él aprovechando la turgencia de sus senos”.
El inmigrante senegalés abrazado a la cooperante española / CRUZ ROJA ESPAÑOLA
Ya ven: ahora las pietás esconden ardientes calenturas pornográficas. Abandonen toda esperanza: Seguí podría pasar años estudiando cómo funcionan los motivos visuales y daría lo mismo: continuaría cargando las imágenes, fueran cuales fueran, con la misma bala de su revólver ideológico. Pero incluso a pesar de saber esto, y por volver a incidir en la trampa sin fin de las imágenes, tampoco podemos olvidar que las ONG necesitan tocar el corazón del primer mundo patrocinador de sus campañas. Y para eso se necesitan imágenes que emocionen.
En el muro de Facebook del fotógrafo Juan Valbuena, donde él desencadenó un debate interesante, alguien elevó esta fotografía al rango de la alegoría: significaría que Europa (blanca) salva a África (negro) con ternura y amor. “Me parece una mentira visual”, concluía. Otros vieron en la foto el cruce entre dos víctimas: una voluntaria de una ONG de empleo precarizado en “el noble sector social” abrazando a la víctima que huye de la miseria hacia otra precariedad, nueva para él, que le infringirá el racismo, la discriminación y la otredad.
Todas esas lecturas son posibles porque la polisemia de las imágenes, siendo mudas, habla todos los lenguajes. No hay imagen sin imaginación. No hay imagen que no suscite un relato posible que rellene los huecos de su antes y su después, que nunca aparecen en ella. No siendo –salvo en las series– narrativas, todas las imágenes desencadenan una narración posible tras ellas, como explica muy bien José Manuel Navia. ¿Debe contar con esto el fotoperiodismo? ¿Está en condiciones de poder hacerlo? ¿Comprenden los fotoperiodistas y sus editores –los pocos que quedan– el poder de sus imágenes? ¿Están entrenados para gestionarlo? ¿Tienen tiempo para ello? ¿O han sido devorados por la trepidación de la voracidad digital? Antes de lanzarlas a pelear en un ecosistema depredador y saturado, ¿alguien piensa las imágenes?
Por otra parte, la capacidad moralizante de las imágenes, la apelación que, como en este caso, suscitan a la emotividad y la empatía, chocan instantáneamente con su ubicación dentro del gran cuadro informativo, que es un relato cínico cuyo soporte va trufado de anuncios, banners y recursos de la publicidad personalizada o que, en televisión, genera un ambiente anestesiante en el que los melodramas visuales son los nexos estimulantes que engrasan el fundido de un anuncio con otro anuncio, alternando las tragedias con la banalidad. “¿Cómo se puede informar sobre los sucesos que ocurren en Siria y a continuación dar una receta de pizza? Es escandaloso”, se preguntaba –y se respondía– Georges Didi Huberman. ¿Tiene esa tensión arreglo? ¿Podemos salir de este callejón sin salida? No lo parece. El abrazo entre Laura y el joven senegalés, una mancha en un histograma, figurantes cuya identidad no se recoge en el casting porque no tienen asignada ninguna línea de diálogo, carece de nombre. El furor por la imagen ha caducado y su pixelado, que parecía tan impactante, se ha descompuesto en el aire arrastrado por su propio vendaval. Durante un breve tiempo hizo historia. Ya es olvido.