La ciudad de los 15 minutos
Es necesario crear una nueva habitabilidad que concilie los deseos de los ciudadanos con una vida cotidiana basada en intercambios cerca de nuestros hogares
25 marzo, 2021 00:00En estos días hay quien se asombra al saber que, a causa del confinamiento, en ciertas calles no se puede cruzar de una acera a otra para comprar el pan o que un barrio pueda convertirse en inaccesible. Sin dejar de ser singular, no se trata de un fenómeno extraño. Aún podemos ver cómo, en determinadas localizaciones, distintos carteros distribuyen los envíos en una y otra acera de la calle, o cómo los servicios públicos y las ordenanzas de paisaje urbano son distintos de una fachada a otra cuando una delimitación sectorial, o un límite municipal, se concreta como un telón de acero en esa línea abstracta que es el eje de calle.
Ha sido –y es– la respuesta espacial a una gestión que se ajusta a la geometría del plano de una ciudad normalizada: un sistema de control que –históricamente– ha sido representado tanto por las antiguas collaciones, los barrios, los distritos, las áreas urbanas o los sectores de una ciudad; una gestión que solo en contadas ocasiones se ha guiado por otros criterios, más próximos a las vivencias diferenciadas de las distintas comunidades vecinales o a la posición relativa que éstas tenían en el territorio, primando otros factores no necesariamente coincidentes con los estándares establecidos habitualmente por el planeamiento.
Ilustración del proyecto París en común / MICAËL
Somos muchos también los que nos estamos acostumbrando, por imposición o convencimiento, a estar recluidos en mayor o menor medida en nuestro entorno más cercano, empezando a cambiar ciertos hábitos y comportamientos sociales. Quizás es el momento de asumir que una nueva habitabilidad, la de una vida cotidiana de naturaleza más subjetiva, se instala en un espacio ciudadano cada vez más interesado en una visibilidad tenue, en gestos públicos débiles, algo que coincidiría con la tesis –defendida en el 2010 por Boris Groys– de un universalismo débil en cuyo seno es posible una “práctica cotidiana participativa y significativa, a través del diseño o de las redes contemporáneas de comunicación participativa” y una mejor calidad de vida.
Y para esta población, el corto tiempo –el cuarto de hora– en el espacio de proximidad se hace más solvente, vital y cotidiano que un largo desplazamiento causado por el ocio o el consumo en otros puntos del territorio. Conciliar los deseos ciudadanos con una oferta de cercanía a nuestros hogares comienza a ser una demanda de muchos y una posibilidad cada vez más atractiva para el intercambio social y comercial. Esto supone, para agentes, técnicos o administradores, pensar en espacios públicos, dotaciones y pequeños comercios en los que su proximidad, diversidad y presencia se prioricen frente a otros más mediáticos o exclusivos, pero más distantes.
La ciudad del cuarto de hora y su sentido cuasi utópico
Construir la ciudad desde abajo hacia arriba obliga a replantearse algunas cosas: no es la productividad del espacio lo que guía y determina el conjunto de decisiones que acaban por configurar la ciudad, como forma urbana explicita y contorneada, sino los tiempos de quien la vive, en cada instante, en solitario o compartiendo la experiencia con afines y extraños; es hacer ver lo cotidiano y corriente, lo que se nos antoja familiar para nuestra existencia, como algo sustancial en la definición y desarrollo futuro de la gestión de la ciudad.
Superar la sectorización funcional de los modelos urbanos vigentes en las grandes ciudades para disponer de todo lo necesario en un entorno de proximidad que garantice la calidad de vida de los ciudadanos, dentro de un radio de 15 minutos a pie o en bici, es el objetivo de la propuesta de la ciudad de los quince minutos; lo que la conecta, además, con una tendencia generalizada de transformación ecológica del medio urbano. Gestionar este espacio de relaciones, pasaría por caracterizar la vida singular de cada sitio, fomentando su autoestima e identidad cultural, para superar la posible desafección y facilitar su interconexión con otros ámbitos en razón a sus condiciones de contorno; pero, a la vez, pasaría por habilitar escenarios amables inclusivos que, primando al ciudadano, renaturalicen los existentes o hagan visibles lugares alternativos que permitan actividades culturales y ocupaciones del espacio social.
Recreación de una callede París antes y después de la reforma / PARIS EN COMMON
Es en este contexto en el que potenciar el uso híbrido de las dotaciones, instalaciones y servicios existentes multiplicando su tiempo y posibilidad de utilización por los vecinos, o fomentar el pequeño comercio de barrio o proximidad, aparecen como tácticas razonables y ajustadas económicamente a una gestión diaria de la vida en la ciudad, que convierten a la ciudadanía en una escuela de aprendices. En un primer acercamiento a esta forma de hacer, pensaríamos o acudiríamos al barrio como ámbito donde el deseado encuentro e interacción ciudadana es más factible, especialmente en nuestros modelos de ciudad mediterráneos; ahora bien, las formas de vida a las que nos han conducido el progreso y el Estado del Bienestar parecen haber desdibujado sus límites reduciéndolos en la mayoría de los casos a sentimientos identitarios, a reconocerse como comunidad, más que a dibujar topologías grupales: adentros y afueras, invaginación y exclusión, o superposiciones.
Satisfacer las múltiples expectativas de una vecindad plural y diversa se antoja cuanto menos difícil de acotar y explicitar en un espacio físico representable y listo para su gestión; y más, si añadimos a esa complejidad los reparos a una intervención que, desde las competencias de la administración pública toque directamente lo comprendido en el ámbito de lo privado. Pero buscar y llegar a un equilibrio, entre todos, si parece un compromiso necesario y una oportunidad para ensayar en el horizonte de una ciudad más amable y eficiente: responsabilidad de ciudadanos, agentes y administradores dispuestos a inscribir esas formas de vida en un modelo urbano más capaz.
Esto no podemos decir que sea nuevo ni que haya surgido de esta pandemia sobrevenida. Desde las primeras reflexiones vitales de las activistas Ruth Glass y Jane Jacobs, o de los teóricos Henri Lefebvre o David Harvey con el derecho a la ciudad, a una vida urbana digna, allá por los años 60, hasta llegar a la Ville du Quart d’Heure acuñada por el profesor de la Sorbona Carlos Moreno, pasando por las formulaciones planteadas a finales de los 90, entre otros por Agustín Hernández Aja, sobre una idea de barrio-ciudad que surge de “la complejidad, la interrelación e interdependencia de diversas variables que deben complementarse para orientar certidumbres”, estamos ante una búsqueda comprometida en un mismo fin.
Un modo de hacer plasmado bajo el epígrafe de barrio-ciudad, que considera la ciudad como lugar capaz de ajustar e implementar las dotaciones y servicios en cada una de las áreas urbanas diferenciadas, considerando procesos complejos como la calidad de vida y la participación, la densidad, accesibilidad, o el manejo de los tiempos; una estrategia no del todo puesta a punto, aunque ensayada en diversas ciudades españolas (se llevó a la redacción y desarrollo del PGOU de Sevilla por Manuel Ángel González Fustegueras como ensayo para una gestión y representación poliédrica de la vida urbana de la capital andaluza) o, ahora y desde este nuevo planteamiento y consideración, en ciudades como Copenhague, Melbourne o alguna de las grandes capitales sudamericanas.
Cuando lo deseado y participado se apaga, ¿qué podemos hacer?
Si el interés por esta formulación para la ciudad y sus ciudadanos es claro, no lo es menos la dificultad de su puesta en práctica por administradores y agentes; de ahí, el interés y valor de los ensayos que se están estableciendo en distintas ciudades del mundo, un impulso y una recepción que deben ir de la mano –y ser así evaluados– tanto por la ciudadanía como por las políticas urbanas que se desarrollen, para no caer una vez más en el fracaso y el desencanto. Hay ideas y figuraciones, bien formuladas desde una mínima actitud ética, un ánimo riguroso y una practica científica, que acaban por idealizarse, hasta el punto de quedarse en la mera expectativa referencial o servir tan sólo de preámbulo a cualquier ley o norma aparente, que en su desarrollo las desdicen. Eso también puede acontecer con la ciudad del cuarto de hora, planteada desde París por su alcaldesa Anne Hidalgo y auspiciada por Carlos Moreno.
Grandes y hasta consensuadas ideas, que al entrar en confrontación la realidad de cada ciudad, van a encontrarse con la incredulidad de muchos de sus agentes oficiantes o las dificultades de su operatividad: una dolencia grave para cualquier proceso participativo ciudadano que se haya planteado, por bien armado que esté. Es normal cuando las inercias son tan fuertes y tan acostumbrados estamos a dejar esta tarea en manos de actores de cuatro años guiados por guiones que anteponen plusvalías y réditos (económicos, de poder y de imagen) a la vida.
Mapa de Sevilla y esquema de división en barrios-ciudad / PGOU DE SEVILLA
Las tácticas difusas que se ponen de manifiesto para posibilitar estos comportamientos, y que se están abordando a día de hoy, deben sustentarse necesariamente en procesos de participación garantistas, donde ciudadanos expertos, movimientos sociales o agentes, la gobernanza, jueguen papeles determinantes; donde actores y redes sociales –actantes y rizomas, si se quiere seguir a Bruno Latour– colaboren en evitar un posible desengaño de la ciudadanía ante estas expectativas.
Siempre relevante sería la recuperación de ensayos malogrados, que en estos momentos posibilitarían su revisión y una nueva puesta en escena, o el estudio de otros, más incipientes, que permitirían hacer de su lectura conjunta una comunidad de afines y mutuo apoyo, interesantes aún en la distancia espacial y cultural. Por todo ello, es pertinente una mirada atenta y abierta a un París metropolitano, con su adviento factor de visibilidad, tanto como al encapsulado Barrio de los Asperones de la Málaga marginal, guiados por Eugenio y María Rivas, como acciones de cohesión social y territorial o, si se quiere, de renaturalización de las periferias y barriadas degradadas; pero también, a la reinventada huerta del Detroit abandonado, a las acciones en la Alfama lisboeta, a la ecointeligencia y redes de Ottawa o al mismo Londres. Mirada atenta a las Islas de un archipiélago-mundo que, volcadas y concentradas escalarmente en el espacio de la ciudad hablarían de un metaproyecto –de un proyecto de proyectos– como procedimiento para su rediseño y gestión. Y, si es por replicar, en Suecia se lanza ahora el proyecto de la ciudad de un minuto. Es cuestión de tiempo, pero no de la inmensidad de la vida cotidiana.