Lee Krasner, más allá de Pollock
El Guggenheim de Bilbao revisa la trayectoria de la artista estadounidense, eclipsada por su relación con el más célebre de los expresionistas abstractos norteamericanos
12 noviembre, 2020 00:00Pintaba desde el campanario de la soledad. Diríamos que lo hacía en voz baja, sin ruido aparente, encerrada en una de las habitaciones más pequeñas de la granja de East Hampton, Nueva York. Allí donde la luz daba de frente. Lee Krasner (1908-1984) no era una artista secreta, sino silenciosa, incluso silenciada. Porque vivió tapada por el árbol grande y masculino que fue Jackson Pollock, uno de los artistas principales del expresionismo abstracto norteamericano. Krasner y su pintura no hallaron el sitio hasta más tarde, al poco de dar sepultura al genio, quien se reventó contra un árbol cuando conducía borracho, en compañía de su amante, un Oldsmobile descapotable.
Hay una famosa instantánea de Hans Namuth que explica con rotundidad el fuego de esa unión: ella, sentada en un taburete, lo mira con atención; él, tumbado sobre el lienzo, actúa sobre la pintura. Parece bailar sobre la tela mientras ejecuta veloz la técnica del dripping o del goteo. Más que una simple observadora, Lee Krasner asoma, desde cierta altura, como una centinela: está ahí como la médium de Jackson Pollock, su conexión con el mundo real. “Mi impresión de Lee era que estaba allí para ayudar a Jackson a trabajar, para ayudarle a seguir vivo. Su propia pintura era secundaria para ella”, explicó en alguna ocasión el fotógrafo al contemplar su célebre imagen.
Lee Krasner, fotografiada por Irving Penn en 1972 / THE IRVING PENN FOUNDATION
Lee Krasner se llamó Lena y, más tarde, Lenore, como el poema de Edgar Allan Poe. Nació el 27 de octubre de 1908 en Brooklyn, tres años después de que su familia judía ortodoxa emigrara a Estados Unidos procedente de un shtetl cercano a Odessa, en la actual Ucrania, huyendo de los brutales pogromos y de la guerra ruso-japonesa. Se alistó de joven en la prestigiosa National Academy of Design y asistió a la irrupción del expresionismo abstracto norteamericano. Hay quien la sitúa, incluso, en la sala de máquinas de aquel movimiento que trasladó la capital artística del mundo desde París a Nueva York en la década de los cuarenta del último siglo. Seguramente así fue.
También fue la mujer de Pollock –ya está dicho–, pero acumuló obra y biografía propia aún por explorar. De ahí el empeño de la exposición Lee Krasner. Color vivo que traza con precisión en el Museo Guggenheim Bilbao la peripecia creativa de esta mujer cuya complejidad coincide en perseverancia con su lucidez. La propuesta, que recala en el centro artístico vasco hasta el próximo 10 de enero tras su paso por Londres, Fráncfort y Berna, reúne un total de 62 obras que dan cuenta de una constante exploración y reinvención: renunció a la firma de artista, trabajó en ciclos y buscó continuamente nuevas fórmulas para acceder a una expresión personal.
Uno de los
Así, la cita en el Guggenheim Bilbao recorre todos los periodos de su producción. Desde sus primeros autorretratos y dibujos hasta sus trabajos para el War Services Project, las vibrantes pinturas de pequeñas imágenes de finales de los años cuarenta, o los audaces collages que presentó en la Stable Gallery en 1955. También cuelga los trabajos realizados tras enviudar y regresar a la pintura de gran formato, como los Viajes nocturnos, ejecutados en blanco y ocre oscuro, así como su retorno al color ya en los sesenta, cuando se dedicó a pintar, fumar y pasar las noches en vela a causa del insomnio crónico. Fue, entonces, cuando comenzaron a llegarle los reconocimientos.
“Mi pintura es muy biográfica, si alguien se toma la molestia de leerla”, dijo la artista, quien se pintó en 1928 en mitad de un bosque, con la melena pelirroja recogida y los pinceles en la mano, atenta a algo fuera del lienzo, para acceder a los estudios artísticos. “Pintar no es algo ajeno a la vida. Es la misma cosa. Es como si me preguntan si tengo ganas de vivir. Mi respuesta es sí, y por eso pinto”, insistiría la creadora, quien frecuentó en su juventud los círculos trotskistas y rechazó casarse con el viudo de su hermana y hacerse cargo de sus hijos para instalarse junto a un aspirante a artista, Igor Pantuhoff, relación que fijaría el patrón doloroso de su matrimonio con Pollock.
De ella se cuenta que era inteligente, ingeniosa y divertida. Por las calles del bohemio Greenwich Village sirvió copas y compartió noches de jazz con Piet Mondrian, a quien siempre recordaría como un brillante bailarín. Lee se volcó con furia en la política en los años de la Gran Depresión trabajando en los proyectos de ayudas federales a artistas que llegaron con el New Deal y movilizándose ruidosamente cuando se acabaron. En el plano creativo, resultó decisivo su encuentro con Hans Hofmann, un pintor alemán formado en el París de las vanguardias que le abrió los ojos a la abstracción. En uno de sus primeros encuentros, el maestro hizo trizas sus dibujos.
No tardó en comenzar su relación con Pollock, convirtiéndose en una creadora a su sombra. “Al principio me resistí, pero he de admitir que no por mucho tiempo. Me sentí terriblemente atraída por Jackson y me enamoré de él –física e intelectualmente– en toda la extensión de la palabra”, recordaría Krasner, quien aceptó un segundo lugar en la pareja. En lo luminoso y en lo turbio. Agarrado al alcohol y cotizadísimo en el mercado de arte, él iba dando brazadas a la búsqueda desesperada de una voz que encontró ya en el límite de la desesperación, cuando el agotamiento le rondaba. Ella lo sostuvo hasta después de muerto, ocupándose de su legado.
El óleo
“Molesté a muchos. No podía dejar que nada me frenara como pintora”, explica en el vídeo con extractos de varias entrevistas que cierra la muestra del Guggenheim Bilbao, donde se aparta el eco de descarte que siempre acompañó a Lee Krasner. Una sombra de rechazo que tuvo su tímida restitución a partir de los movimientos feministas en la década de los setenta y ochenta pero sin voluntad de entrar en ningún juego que no fuera el suyo. Huroneó con gozo en muchos pozos nuevos. Y todo le fue útil en la dañada y críptica maraña de sus imágenes, de su exuberancia, de sus largas pinceladas mecidas en el accidente caprichoso de los goterones.