Chris Ware, belleza y derribo
El ‘historietista’ norteamericano reúne en ‘Rusty Brown’ más de 300 páginas de filigranas, puñetazos visuales e historias de un década y media de trabajo
6 febrero, 2020 00:00Imaginen que empiezan a leer un artículo y, tras un par de frases, descubren que algo extraño sucede. Pronto se dan cuenta de que el texto tiene forma de crónica periodística pero, en realidad, es otra cosa distinta. No sabrían ustedes decir exactamente qué. No es, desde luego, una novela o un poema, pero tiene elementos de ambos. Imaginen que a mitad de la lectura se percatan de que las palabras y la disposición tipográfica utilizadas remiten a un plan predeterminado que rebasa el contenido del artículo mismo. Imaginen que ese texto, sirviéndose de las mismas herramientas que utilizan todos los artículos –pero de una manera más audaz y artera–, es capaz de explicar la totalidad de la existencia de la vida humana en todos sus matices, sin ahorrar crudeza o lirismo.
¿Difícil, no? ¿Casi imposible? Pues intercambien el artículo periodístico por el tebeo y encontrarán que esa operación casi alquímica –rayana en la magia negra– es la que lleva a cabo Chris Ware, desde hace un par de décadas, en cada una de sus publicaciones: extrañas criaturas gráficas –niños raros de aquellos que viajaban en el freak show del circo ambulante–, repletas de desasosiego y belleza, de compasión y soledad.
Su obra –etiquetada grosso modo en lo que se viene a denominar novela gráfica–, es multiforme y escurridiza. Policroma y demoledora. Viejuna y vanguardista. Ware, como los pintores verdaderamente grandes, es dueño de un estilo inconfundible, mezcla de linea clara y barroquismo, perspectiva y colores planos. Sus tebeos llevan hasta las últimas consecuencias las posibilidades de su arte y terminan por desbordarlo. Así, Ware, se bate a fondo como escritor y dibujante, diseñador y tipógrafo en cada página; lo da todo en cada pequeño elemento de su corpus creativo, como esos futbolistas principiantes que corren detrás de cada pelota por imposible que sea, pero que como todavía no saben economizar sus esfuerzos y acaban desfondados. Ware lleva dos décadas sin cansarse, aguantando. Nosotros le seguimos fascinados, pero con la lengua fuera.
Ya desde el primer cómic aparecido por estos lares, Jimmy Corrigan, el chico más listo del mundo, allá por el inicio de siglo XXI, dejaba claro que nos encontrábamos ante un creador fuera de lo común. Su arte, hemos dicho, traspasa el límite del género al que se circunscribe –no lo decimos solo nosotros, claro– mientras sus tiras, diseños y viñetas son expuestos en diversos y respetables museos, al lado de los maestros antiguos. Incluso alguno de sus libros no son propiamente libros. Por ejemplo, Fabricar historias –publicado con esmero, sadismo y dedicación en castellano por Reservoir Books hace unos años–, es una enorme caja de cartón que contiene tableros, tiras y pósters desplegables con las historias que lo integran. Un 62/Modelo para armar de Julio Cortázar en tres dimensiones, un Ikea conceptual sin más libro de instrucciones que la propia intuición lectora.
En Rusty Brown, su más reciente obra, sigue depurando el método. En apariencia, es un tochito de 360 páginas de filigrana y puñetazos visuales, que reúne en un solo volumen feliz y definitivo algunas de las historias dibujadas a lo largo 16 años de trabajo –y solo es la primera parte de las dos planeadas–. Muchas fueron publicadas en diferentes formatos y revistas de forma autónoma. En esencia, es el intento de atrapar la vida entera en un libro. Al inicio de la obra seguimos los pasos de Rusty –un niño con problemas de acoso escolar que busca la salvación en la fantasía y los muñequitos– en un mañana escolar y nevada.
Tras ese prólogo, seguimos la vida –literalmente: de la niñez a la tumba– de personajes relacionados con él: su padre desdichado, de uno de los chavales que lo acosan y de su maestra. El fresco resultante tiene algo del tapiz emocional que filmó Robert Almant sobre los cuentos de Raymond Carver en Short Cuts y mucho de la pericia técnica aplicada a las pesadillas convertidas en cuadros de El Bosco. Rusty Brown parece la novela gráfica que James Joyce y su búsqueda textual sobre la epopeya de lo banal –el símbolo de lo nimio, la fuerza invencible de lo vulgar– hubiese estado orgulloso de firmar.
En ocasiones, la experimentación en la composición de la página, unida a la profusión de los estímulos visuales y sensibles, lleva al lector a un cierto colapso, a un dulce mareo, a tener la sensación de padecer un stendhalazo, por encontrarse perdido en el sentido de lectura y desarmado ante la riqueza polisémica de la página. Hacia la mitad de la obra la composición se desmembra en la página como Alicia lo hacía en el estanque de Central Park en el verso aquel de Octavio Paz. Así, la obra no solo redefine el tablero del juego del tebeo como arte, sino que también altera la forma de disfrutarlo.
Rusty Brown es una lectura exigente. Requiere del lector actitud atenta, de una visión acerada y una pericia lectora superior a la media. Ya sabemos que para subir ciertas montañas hay que emplearse a fondo en la escalada. A cambio del esfuerzo, Rusty Brown, en lo que ocupa un volumen compacto de cómic, nos devuelve nada menos que una obra con capacidad de competir por el trono de las mejores ficciones del siglo XXI.
¿Por que las obras maestras solo pueden versar sobre la maldad y los monstruos?, declara en un momento del cómic la protagonista de Fabricar Historias. Ella se dispone a realizar un largo viaje y duda entre emprender la lectura de Moby Dick o Lolita. Aunque respeta tanto a Henry Melville como a Vladimir Nabokov, no le acaba de convencer dedicar las horas de su vida lectora ni a la búsqueda del mal en forma de ballena, ni a las obsesiones de un pedófilo sensible. Entonces se pregunta por qué las obras maestras tienen casi siempre que versar sobre la maldad y los monstruos. ¿Por qué nadie escribe obra maestras sobre la vida corriente? El empeño de Chris Ware es tratar de dar respuesta a esa pregunta.