El triunfo de las ciudades
Las ciudades han triunfado. Considero que es un hecho irrefutable. Y lo han hecho porque, entre diversos motivos, son el medio de organización social y económico que mejor genera y conecta el talento, creando así una suerte de bucle virtuoso que beneficia a todos sus habitantes. Otro motivo, y no menor, es que la ciudad es el medio más eficiente para optimizar el uso de nuestros limitados recursos, principalmente energéticos; desde el agua, la electricidad hasta el transporte.
En The Triumph of the City (Penguin Press, 2012), el profesor Edward Glaeser despliega un completo análisis económico y social de la tesis que da título a su obra; el triunfo de la ciudad como modelo de organización social y económico. Glaeser, profesor de economía en la universidad de Harvard, es uno de los más acreditados estudiosos del fenómeno urbano.
De acuerdo con las Naciones Unidas, en 2007 la población urbana superó a la rural por primera vez desde que existen registros. Para 2050, el 70% de la humanidad vivirá en áreas urbanas, según proyecciones de la propia ONU. A efectos metodológicos, existe cierto consenso en calificar como población urbana a la que habita en núcleos superiores a 50.000 habitantes. La ciudad es, por lo tanto, densidad de habitantes, ausencia de grandes espacios físicos entre personas. Es decir, contacto y cercanía.
Las ciudades han triunfado. Pero, por qué y en qué sentido. Y por qué unas han triunfado más que otras. Algunas de estas respuestas o hipótesis se hallan en la obra del profesor Glaeser, pero también en los estudios de economía urbana de las últimas décadas.
A partir de la década de los años 50 y 60 del pasado siglo, académicos de la economía urbana teorizaron sobre el inminente declive de las grandes ciudades como consecuencia de la desindustrialización de los núcleos urbanos y la aparición de nuevos medios de comunicación y de transporte. En definitiva, para qué vivir estrechamente en una gran ciudad; con sus ruidos, aglomeraciones, contaminación y estrés, etc., si con la sucesiva aparición de la radio, el teléfono, el fax y posteriormente internet parecería innecesario el contacto físico diario, por lo menos para muchos tipos de profesiones y trabajos. Para qué vivir y trabajar en una ciudad, pudiendo hacerlo en el campo pero siempre conectado y a tiro de autopista o de tren del centro de una gran ciudad.
Sin embargo, esta perspectiva de nuevos modelos de vida y de trabajo se vio rápidamente truncada y desmentida por los hechos. O, mejor dicho, por la propia condición humana. A pesar de tales avances, las personas preferían y prefieren seguir viviendo en ciudades. En proximidad, conectadas, disponibles.
Las ciudades son, desde la antigua Atenas, el espacio físico que atrae y conecta el talento. Es la plataforma idónea para la generación de innovación y el aumento de la productividad. En resumen, de prosperidad. Esa es su “magia”, la de conectar gente brillante y generar innovación y conocimiento. Hoy, más de dos mil años después, y a pesar de las nuevas formas de transporte y comunicación (instantáneas e inmediatas), no ha perdido esa magia; la capacidad de conectar y multiplicar. Es más, al contrario, la paradoja de Jevons aplicada al presente caso explica justamente cómo una mayor conexión virtual (teléfono, mensajería o mail), conlleva también el incremento y necesidad de un mayor contacto personal. Sí, el roce sigue haciendo el cariño, en lo personal y en lo profesional. Al fin y al cabo, las personas a las que más escribimos mails o Whatsapp siguen siendo, por lo general, con las que más nos vemos o reunimos físicamente. Hagan la prueba, miren su móvil.
Actualmente, el coste de viajar se ha reducido notablemente y el coste de comunicación es casi cero, pero, repito, la ciudad prevalece. Todavía elegimos vivir rodeados de otras personas. Las nuevas tecnologías y la globalización no son enemigos de la ciudad, al contrario, son sus aliados. Ambos factores incentivan nuestra productividad y creatividad y somos, como especie social, más productivos y creativos colaborando y conectados con otros, y las ciudades son la mejor plataforma para ello. Siguiendo con Jevons, a medida que la sociedad se vuelve más compleja y sofisticada, la necesidad de contacto directo y personal aumentará.
Glaeser despliega un conjunto de datos inapelable; a mayor densidad de población, mayor renta per capita de sus habitantes. Por ejemplo, los 10 condados con mayor densidad de población de Estados Unidos son un 50% más ricos (renta per capita) que los 10 condados con menor densidad. La correlación es clara, a mayor densidad mayor prosperidad.
Igualmente, las ciudades son el mejor espacio para desarrollar el conocimiento y conectarlo con el resto de la sociedad. Los grandes centros de investigación y conocimiento se encuentran, por lo general, dentro o cerca de una gran área urbana. Boston, Nueva York, San Francisco, pero también Londres o Paris son claros ejemplos de ello.
Las ciudades son, igualmente, más eficientes en cuanto a la optimización de recursos, desde el transporte hasta el consumo energético; a mayor densidad de población es menos costoso abastecer de luz, agua o calefacción a la población. Y es menos costoso desarrollar medidas de salud pública, gestionar hospitales, colegios, etc.
Lo inteligente es construir hacía arriba y no hacía afuera.
Pero no solo de pan vive el hombre. Todo lo anterior; talento, innovación y educación se completa con la pata más lúdica; las ciudades son asimismo el lugar donde los jóvenes y no tan jóvenes pueden encontrar ocio diverso y de calidad; desde restaurantes, galerías, museos, moda, deportes o hasta discotecas.
Hagan otra prueba, pregunten a un grupo de jóvenes emprendedores tecnológicos - siempre con escasos recursos- por qué prefieren vivir en Madrid, Sevilla, Valencia o Barcelona en vez de en un pequeño pueblo, cuyo coste de vida, alquileres, vivienda, sería una tercera parte (tirando por lo bajo) que en una ciudad. La respuesta es muy sencilla; quieren estar en medio del meollo. Quieren conocer y atraer talento, poder asistir a charlas y conferencias, contactar con inversores, proveedores y clientes, y, claro, entre una cosa y otra, pasárselo bien y conocer gente. Ese es el gran poder de la ciudad. El coste de vivir en ella es superado por las ventajas y oportunidades que ofrece.
Ahora bien, que el concepto “ciudad” se haya impuesto como forma de organización social y económica, no ha impedido el fracaso de algunas grandes urbes. El ejemplo de Detroit (USA) es uno de los más elocuentes.
Detroit (del francés détroit, estrecho), fundada en 1701 por el explorador francés Antoine Cadillac, fue durante los siglos XVIII y XIX un pujante nodo de transporte y comercio de la zona de los grandes lagos, el comercio e intercambio atrajo talento e iniciativa empresarial, alcanzando su cénit durante el siglo XX al erigirse como la capital mundial de la automoción. Pero el monocultivo productivo (coches) de una industria sustentada por mano de obra de baja y media cualificación, fácilmente deslocalizable, y la falta de inversión en su capital humano, empujaron a la ciudad hacía la pendiente de su actual decadencia.
Detroit ha perdido más de un millón de habitantes en tan solo 50 años. Un caso único entre las ciudades occidentales contemporáneas. Los intentos por revivir Detroit no han dado ningún soplo de vida a una ciudad que languidece. Incluso las inversiones colosales en infraestructuras de los últimos tiempos no han hecho más que confirmar la teoría del propio profesor Glaeser: “Buena política es invertir en gente pobre, no en lugares pobres”.
Por último, al escribir estas líneas no puedo sino acordarme de la “España vaciada”. Nada tengo contra ella. Faltaría más. Pero más allá de que no sepa o tenga yo las soluciones, no le veo fácil arreglo. La fuerza centrífuga de las ciudades sigue siendo muy poderosa, y no parece que pueda ser sustituida fácilmente por modelos de vida basados en menor densidad de población (zonas rurales) en el corto plazo.