Concha Velasco
Una muchachita de Valladolid
Hace muchos años, durante una clase en el colegio de los escolapios de la barcelonesa calle de la Diputación, el que suscribe estaba sentado en el aula junto a sus compañeros de infortunio cuando el profesor, ya no recuerdo a cuento de qué, nos acusó a su manera de practicar el solipsismo. Nos dijo: “No se quieren enterar”. Y nosotros, de manera natural, sin haberlo acordado previamente, clamamos a coro y a voz en grito: “Ye, ye”. Nos cayó un chorreo monumental, pero no lo habíamos podido evitar, pues llevábamos semanas escuchando a todas horas, nos pusiéramos como nos pusiéramos, el hit de Concha Velasco La chica yeyé, compuesto por el inefable Augusto Algueró. Debió ser en 1965 (cuando Concha estrenó la canción en la película Historias de la televisión) o en 1966, cuando La chica yeyé se había convertido en un exitazo pop a nivel nacional. A lo que me vengo a referir es que yo, con nueve o diez años, ya sabía quién era Concha (o Conchita Velasco). Y a que no me la quité de encima durante el resto de mi vida, convirtiéndose en una presencia constante a la que me podía encontrar en el cine, en el teatro, en la revista, en la televisión, en las revistas del corazón y, prácticamente, hasta en la sopa.
Nunca lo lamenté: la buena mujer me caía muy bien (aunque lo de que hubiese sido novia del cineasta franquista José Luis Sáenz de Heredia siempre se me atragantó). Concha Velasco me parecía un claro ejemplo de eso que Leni Riefenstahl definió en una de sus películas como El triunfo de la voluntad. Se propuso ser una artista polifacética y vaya si lo logró.
Nacida en Valladolid en 1939 como hija de militar y con el nombre de Concepción Velasco Varona, a los diez años ya estaba en Madrid estudiando danza clásica y española en el Conservatorio Nacional. Luego ejerció de bailarina con el cantaor de flamenco Manolo Caracol y de corista en la compañía de revista de la argentina Celia Gámez (uno de cuyos más ilustres amantes había sido el fundador de la Legión, Millán Astray, aquel hombre que se había dejado varias partes del cuerpo en su peculiar defensa de España). Entró en el mundo del cine a los quince años, con la película La reina mora, y luego cosechó grandes éxitos con blockbusters locales de la época como Las chicas de la Cruz Roja (1958), Los tramposos y El día de los enamorados (1959) o Historias de la televisión (1965). Entre 1967 y 1971, se cascó un montón de películas con Manolo Escobar (recuerdo haberme tragado en un cine de barrio Un beso en el puerto, intuyo que a instancias de mi abuela). Poco a poco, fue derivando hacia un cine más, digamos, serio y acabó colaborando con el gran Berlanga en París Tombuctú (1999). Ese giro a la seriedad lo dio también en el teatro, donde pasó de los clásicos a la vanguardia transitando por Antonio Gala: y así hasta hacerse con el Premio Nacional de Teatro en el 2016.
Recuerdo a Concha Velasco como alguien que estaba en todas partes a todas horas, alguien a la que lo mismo te podías encontrar en una película buena o mala, en una obra de teatro (fue una veterana del programa de TVE Estudio 1), presentando cualquier cosa en televisión, montando musicales (el exitoso Mamá, quiero ser artista) o siendo entrevistada en todo tipo de programas de mayor o menor enjundia. En una época, le dio por hacerse fan de Rodríguez Zapatero (no sé si para compensar lo de Sáenz de Heredia), pasando de moderna, pero española (parafraseando a Manolo Escobar) a figura progresista del mundo del espectáculo que le caía bien a todo el mundo.
Quien ella consideraba el hombre de su vida, Paco Marsó, la arruinó con sus ideas de bombero y su tendencia a la ludopatía, pero sobrevivió porque hay muchachitas de Valladolid que sobreviven a todo. Nos dejó ayer en una residencia de Majadahonda a los 84 años. España (el país) perdió a una presencia fundamental de su escena, y España (el que suscribe) a esa chica yeyé que tan útil le había sido para subirse a las narices de un profe de los escolapios. Nunca oímos una sola mala palabra contra ella. Algo que en España resulta prácticamente milagroso, ya que aquí, lo que se nos da realmente bien, es enterrar con honores a cualquiera después de haberlo puesto convenientemente verde en vida. Quiso ser artista, mamá, y lo logró.