Juan Carlos I
Tenemos a Pablo Echenique muy contrariado con el discurso navideño del Rey porque éste no mencionó a su señor padre (del que, me temo, no tiene nada bueno que decir porque le está buscando la ruina). Yo ni lo vi. Y, como yo, millones de españoles a los que los discursos de su majestad les pillan siempre cenando (o, a veces, meando). Mientras los ciudadanos que no tenemos nada en contra de la monarquía parlamentaria, pasamos de las alocuciones de Felipe VI --entre otros motivos, porque sabemos que nunca dice nada destacable y suele limitarse a pedirnos que nos portemos bien--, los que sobreactúan de republicanos se las tragan enteras, aunque solo sea para subirse luego por las paredes y darse a todos los demonios. Curioso país éste en el que solo están pendientes de las palabras del rey los que no ven la hora de librarse de él: la extrema izquierda (o lo que se entiende actualmente en España por eso) y los separatistas (cuyo interés por lo que pueda decir el rey del país de al lado escapa a mi comprensión).
Vamos a ver, yo diría que Felipe VI ni mienta a su padre porque lo considera un problema para su subsistencia. Hombre de su tiempo, nuestro actual rey sabe perfectamente que la monarquía es un anacronismo que solo puede sobrevivir a base de mucha mano izquierda, de mantener un perfil bajo, de hacerse el comprensivo y el simpático y de pasar lo más desapercibido posible. Los mismos que se quejan de que no dice nada en sus discursos son los que se rebotan si un día va y dice algo, como cuando les aplicó un discreto rapapolvo a los lazis en octubre del 2017, tras la charlotada de Puchi y sus amigos. Esa gente nunca está contenta. Si no dice nada, porque no dice nada. Y si dice algo, no era eso lo que querían oír. Si Felipe VI ignora a su egregio progenitor es porque éste no para de meter la pata y de buscarle problemas. El rey no quiere problemas. No bebe más de la cuenta, no se echa amantes (que se sepa) y es de un serio y un profesional en lo suyo que, francamente, apenas parece un borbón. Su padre, hombre de otro tiempo, parece seguir convencido de que tiene derecho a hacer lo que le salga del níspero y que tampoco hay como para ponerse así con sus cosas. Como el personaje de la ranchera, el Emérito se muere por volver (cosa comprensible, teniendo en cuenta el sitio en que me lo han aparcado). Su hijo (y el presidente Sánchez) preferiría que no lo hiciera. Pero él, dale que te pego, ¡y hasta tiene la desfachatez de pedir que se le asigne una semanada para sus gastitos!
No hay manera de que este hombre se dé cuenta de que, como decía Bob Dylan, los tiempos están cambiando. La época en que su abuelo, Alfonso XIII, podía encargar películas porno para su solaz particular y llenar España de hijos ilegítimos ha pasado a la historia. Y el crédito del 23F se le ha acabado al Emérito hace tiempo. Para su desgracia, la gente quiere saber de sus habilidades como comisionista, de su generosidad con la ingrata Corinna, de sus presuntas trapisondas económicas acumuladas a lo largo de los años. Dejando aparte a Echenique, casi nadie quiere verlo en el trullo, pero sí a cierta distancia. Así pues, de lo único que se puede hablar con el Emérito es de si se puede, o no, acortar esa distancia.
Aunque solo sea por respeto a la tradición, yo seguiría el ejemplo del Caudillo con don Juan de Borbón y lo instalaría en Portugal. Ya sé que el carácter melancólico de nuestros vecinos no se compadece muy bien con las perennes ansias de alegría macarena que distinguen a nuestro Juan Carlos, pero Portugal está más cerca de España que los Emiratos Árabes y, además, el alcohol no está mal visto. Yo lo instalaría en Estoril, donde podría echar las tardes en el casino y hasta heredar el taburete en el que su padre se dedicaba a la ingesta de dry martinis y a pegar sablazos a los incautos monárquicos que lo visitaban y que siempre volvían a Madrid o a Barcelona quejándose del palo que les había vuelto a pegar el exiliado del franquismo. Evidentemente, que se olvide de instalarse en la Zarzuela. Y de la semanada, que vete a saber tú en qué se la gasta y en qué líos mete el heredero de la corona.
Como Estoril está a un tiro de piedra, yo podría acercarme al casino, plantarme junto a su taburete en la barra y hacerle la única pregunta que realmente me interpela: “Pero tú, ¿qué le viste a Bárbara Rey?”.