Juan Joya Borja
Elogio de la risa floja
Esta sección semanal de Crónica Global se nutre, como todo el mundo sabe, de tres personajes que podrían ser descritos, recurriendo a Sergio Leone, como El Bueno, El Feo y el Malo. Es decir, alguien merecedor de admiración por quien esto firma, alguien discutible y alguien generalmente lamentable. Reconozco que el personaje positivo de la semana es el que más me cuesta encontrar: de ahí que hoy ocupe la plaza de honor de esta noble sección el recién fallecido Juan Joya Borja, en arte El Risitas (Sevilla 1956 – 2021), cuya contribución a la humanidad puede que no sea especialmente destacable, pero hay que reconocer que supo sacarle mucho partido a una característica que, en principio, no es garantía de nada: la risa floja.
Sus años de gloria se remontan a la época de los programas televisivos de Jesús Quintero --otro que no está viviendo sus mejores momentos, precisamente--, quien siempre tuvo un ojo clínico excelente para los frikis y vio en el Risitas a una estrella que solo necesitaba un poco de ayuda para brillar con luz propia. Hasta entonces, el señor Joya había estado viviendo no se sabe muy bien de qué --se cuenta que vendía lotería y paquetes de tabaco por ahí--, y el único dato demostrado de su achuchada existencia era su presencia habitual en la taberna Quitapesares, propiedad del cantaor Paco Peregil, donde echaba bastantes horas al día. Definirle como humorista sería, probablemente, exagerar. Siendo generosos, podríamos decir que fue un paso más allá de Chiquito de la Calzada, cuyos chistes no solían tener mucha gracia, pero era en la manera de explicarlos donde radicaba la genialidad del personaje. En Chiquito, el cómo era más importante que el qué. En el Risitas, el cómo lo era todo, ya que su especialidad era empezar a contar un chiste y no llegar jamás a su conclusión, pues su risa compulsiva e incomprensible se lo impedía. Juan Joya había venido a este mundo a reírse, pero nunca supimos exactamente de qué ni por qué.
A Quintero le venía muy bien para alternarlo con sus sentenciosos invitados, digamos, serios, y él se sacaba unos mangos, que falta le hacían. Actuaba (por llamar de alguna manera a lo suyo) solo o en compañía de un tal Rivero, apodado el Peíto, cuyos comentarios chuscos constituían el principal combustible para su permanente (e incomprensible) hilaridad. El Risitas no necesitaba ni hablar. A la más mínima, se le disparaba la risa, que era como esas ristras de estornudos que le dan a uno de vez en cuando y que no se entienden más allá del efecto llamada --estornudo uno llama a estornudo dos y así sucesivamente--. De vez en cuando, el Risitas gritaba “¡Cuñaaaaaao!”, dando la (falsa) impresión de que el Peíto estaba casado con su hermana o algo parecido, pero en realidad los dos compadres no compartían parentesco alguno. Como demostró en sus apariciones en solitario, Juan Joya no necesitaba a nadie para reírse sin motivo aparente, pero Rivero le daba la vez con cierta dignidad, si es que ese concepto tiene cabida en la forma que habían encontrado esos dos de llegar a fin de mes.
Juan Joya se hizo famoso por su absurdidad manifiesta. Fragmentos de sus apariciones televisivas llegaron a otros países, podríamos decir que fuera de contexto en el caso improbable de que el Risitas tuviera de eso. En Francia se hizo con una legión de fans y en Egipto lo usaron para reírse del tiranuelo Al Sisi. Todo eso no impidió que su vida se acabara de mala manera hace unos días, cuando fue trasladado del Hospital de la Caridad --asilo en el que sobrevivía tras sufrir la amputación de una pierna-- al Virgen del Rocío, donde sus problemas cardíacos se lo llevaron por delante.
Dice el consejo new age que si la vida te da limones, haz limonada. A Juan Joya la vida solo le dio una risa floja que deslumbraba especialmente cuando tenía la boca abierta y lucía el único diente que le quedaba. Lo que hizo con ella solo puedo calificarlo de admirable.