Pablo Iglesias
Yo soy yo y mi moño
Tengo la impresión de que el actual vicepresidente del Gobierno está entrando en la irrelevancia. Sí, sigue crispando a mucha gente, pero juraría que la beligerancia de los escraches en su mansión de Galapagar y las comparaciones groseras con un roedor van perdiendo fuelle. Yo hace tiempo que tengo la sensación de que habla solo, de que, por ejemplo, cuando vuelve a salir con la necesidad de implementar la Tercera República, lo hace sin la energía de antaño, como si, mientras clama por el ansiado referéndum sobre la manera de organizar el Estado, estuviera pensando en alguna chapuza urgente que necesita su lujoso domicilio.
Los tiempos en que se le consideraba un político innovador han quedado atrás. Quien más, quien menos, todo el mundo lo considera parte de esa casta a la que tanto decía despreciar. El banco le concedió la hipoteca para el casoplón porque ya le había tomado la medida y sabía que no constituía ningún peligro para sus intereses: hombre hipotecado, hombre castrado, como sabe un gran número de ciudadanos de este bendito país. De hecho, los de las pintadas en Asturias y los energúmenos que se concentraban ante su chalé le estaban echando una mano para reconstruir un personaje que se iba desdibujando a gran velocidad: el muchacho trabajador activista (que es como se definía Ignatius J. Reilly, por cierto), el bolchevique implacable, el amigo del pueblo, la voz de los descamisados... Finalmente, el tertuliano que fue (se empezó a trabajar la fama, no lo olvidemos, en Intereconomía, donde parecía un actor interpretando el papel de un rojo escrito por un guionista de extrema derecha) se ha impuesto al revolucionario que quería ser. Nada que objetar a su faceta de escalador social: pasar de profesor de universidad a vicepresidente del Gobierno no está al alcance de cualquiera.
Perdido el factor sorpresa, traicionadas las premisas básicas de su personaje, el pobre Pablo ya solo puede hacerse notar a base de medidas cosméticas como el moño (man bun, que dicen los anglos) que se ha marcado recientemente y que, curiosamente, ha armado más revuelo del esperado, señal de que el hombre aún conserva ases en la manga para una audiencia a la que conoce como si la hubiera parido. España es un país en el que alguien dice que hay que cambiar la monarquía por la república y nadie le presta atención, pero si ese alguien se coloca los restos de un gato muerto en la coronilla, se arma la de Dios es Cristo.
A falta de algo relevante que decir, Pabloide se hace un moño y los que se estaban olvidando de él recuerdan lo mucho que lo odiaban. El exiluminado recupera caché y los haters reviven los buenos momentos que pasaron poniéndolo de vuelta y media. Y todos contentos en el mejor de los países posibles, parafraseando al maestro Pangloss.