El 31 de marzo de 1492, los Reyes Católicos ordenaron la expulsión de los judíos de todos los territorios de las coronas de Castilla y Aragón mediante el Edicto de Granada. El texto, redactado por Tomás de Torquemada, inquisidor general de Castilla, emplazaba a una parte de la población a abandonar sus hogares en un plazo de cuatro meses. Aquel episodio, uno de los más infames de nuestra historia, supuso el punto culminante de un antijudaísmo que llevaba siglos gestándose.
Conviene recordar que ya en la Hispania visigoda, tras la conversión al catolicismo del rey Recadero en el 587, habían sido víctimas de una persecución sistemática. Aunque también que, durante largos periodos, cristianos, judíos y musulmanes convivieron bajo un clima de tolerancia y relativa paz. Pero, en 1391, estalló una nueva ola de hostilidad contra la comunidad judía desencadenando sangrientos asaltos a buena parte de las aljamas peninsulares. Miles de judíos se vieron obligados a renunciar a su credo y abrazar el cristianismo, bajo amenaza de muerte.
El origen de la Inquisición
Las conversiones masivas, lejos de acabar con las tensiones, suscitaron muchos recelos como el temor al ascenso social de los conversos o que estos judaizaran en secreto. Temían tener al enemigo en su propia casa. Es precisamente en esta sospecha infundada de herejía judaizante donde se encuentra el origen de la Inquisición española, una institución creada en 1478 bajo la autoridad única de los Reyes Católicos.
Sobre el poderoso papel que desempeñaron las imágenes en todo el proceso de estigmatización y difamación de la sociedad judía en los reinos peninsulares se ha formulado el discurso argumental de El espejo perdido. Judíos y conversos en la Edad Media, la exposición que se podrá visitar hasta el próximo 26 de mayo en el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC).
Comisariada por Joan Molina Figueras, jefe del departamento de Pintura Gótica Española del Museo Nacional del Prado, la muestra, procedente de la pinacoteca madrileña, reúne una selección de piezas de varios museos e instituciones, tanto nacionales como internacionales, aunque el núcleo fundamental procede del Prado y del MNAC. Entre ellas destacan obras relevantes de los maestros del gótico Pedro Berruguete, Bernat Martorell, Bartolomé Bermejo, Gil de Siloé y Fernando Gallego.
De las transferencias a la polaridad
Desde las transferencias e intercambios entre las comunidades judías y cristianas durante varios siglos hasta la radicalización extrema del antijudaísmo, El espejo perdido ofrece un riguroso retrato de la sociedad extendido entre 1285 y 1492. Y este retrato es un reflejo de cómo los cristianos veían el mundo judío a finales de la Edad Media. Unos retratos nada objetivos porque, como dice John Berger, “siempre miramos en relación con nosotros mismos”.
Y en esa percepción nada aséptica hubo también un tiempo de convivencia, de intercambio cultural en que las relaciones eran más transversales, amables y enriquecedoras. Si atendemos al ámbito artístico observamos que existen numerosos testimonios del trabajo asociativo, de espacios de colaboración, entre ambas comunidades. Tal es el caso de las hagadás, unos manuscritos similares en formato y tipología a los códices cristianos, que recogen la narración del Éxodo y que las élites judías encargaban a los cristianos. En ellos se aprecia claramente la influencia de los libros cristianos coetáneos, tanto en la iconografía de las escenas como en el estilo de las miniaturas. La Hagadà Dorada, 1320-30, o la Matsà de la Hagadà de Barcelona, c. 1340, ambas prestadas por The British Library de Londres, son dos obras destacadas de la exposición.
En el polo opuesto, es decir, en aquellas que reflejan la estigmatización, encontramos piezas que fueron un símbolo de infamia, como los sambenitos, una prenda de indumentaria a modo de saco que vestían los presuntos herejes durante los procesos inquisitivos y que posteriormente eran colgados de los muros de las iglesias. La intolerancia y los prejuicios cristianos se manifiestan también en caricaturas, en las rodelas o en los trabajos de muchos artistas que contribuyeron a la creación de la gran iconografía propagandística de la Inquisición española. En definitiva, “obras que sirvieron para construir la identidad cristiana al tiempo que definían la alteridad judía”, afirma el comisario.
El arte como propaganda
Entre los maestros de esta cuidada escenografía aleccionadora y estigmatizante destaca la figura de Pedro Berruguete. De este autor paradigmático de finales de la Edad Media se puede decir que, sin duda, fue un gran pintor, pero también que fue un pintor de la Inquisición. Y es precisamente en una de sus obras fundamentales, Auto de fe, donde se sitúa la piedra angular de esta muestra.
“Es una obra de promoción, de propaganda, de retórica de la Inquisición española”, sostiene Joan Molina. Esta pintura, encargada por Tomás de Torquemada para el convento de Santo Tomás de Ávila, es tan solo una de las imágenes inquisitoriales de toda una serie de proyectos de grandes retablos que constituyeron una gran escenografía de la Inquisición en este recinto religioso. “Incluso, sabemos que Pedro Berruguete legó al morir una cantidad importante de su testamento a Santo Tomás de Ávila y que por tanto hubo una implicación personal de este pintor en la decoración de una de las sedes más importantes de la Inquisición a finales del siglo XV”, advierte. Como bien sabemos, la frontera entre arte y propaganda es muy fina, prácticamente inexistente, y la historia lo ha demostrado.
El espejo perdido. Judíos y conversos en la Edad Media nos habla de fronteras, de segregación, de intolerancia y también de convivencia. Una exposición rigurosa y didáctica que invita a contemplar nuestro pasado sin prejuicios.