Ruedas, dietario de la monomaternidad
Nunca hay que tirar un juguete a la basura porque, el día menos pensado, tu hijo lo reclamará
15 enero, 2022 00:00Una de las cosas que he aprendido siendo madre primeriza es que no hay que tirar nunca un juguete a la basura. Aunque parezca que ese peluche, coche, puzle, xilófono —lo que sea— esté condenado a quedar arrinconado en el fondo de la caja de juguetes, lo más seguro es que, de un día para otro, tu hijo muestre interés en él.
Eso es lo que me ha ocurrido a mí, por ejemplo, con Pepe, como hemos bautizado a un viejo oso de peluche con un lazo azul en el cuello que mis padres conservaban por casa por si algún día tenían nietos. Pepe llevaba 14 meses siendo totalmente ignorado por mi hijo, hasta que hace un par de semanas empezó a llevarlo en brazos por la cocina, tirarlo por las escaleras o incluso ofrecerle su chupete o una galleta. Pero lo que más le divierte a mi hijo es ver cómo mi hermano (su tío) hace volar a Pepe, lanzándolo contra el techo y agarrándolo justo antes de que se estrelle contra el suelo. “¡Má!, ¡má!” (“más, más”), grita emocionado para que mi hermano lo lance de nuevo contra el techo. Mi hermano, que suele visitarnos al menos una vez por semana, empieza a ser un poco como su ídolo. No le saca el ojo de encima, impresionado por su barba y su voz grave, tan diferente a la de todas las mujeres que le rodean en su día a día.
Las pantallas en la niñez
“¡Má!, ¡má!” se ha convertido en la frase estrella de las últimas semanas, constatando que va en camino de ser un pequeño tirano. “¡Má!, ¡má!” sirve para pedir más de cualquier cosa, desde otra galleta u otro trozo de fuet, a que le leas otro libro o le pongas otro vídeo en el iPad.
Una de las promesas que me hice a mí misma cuando estaba embarazada era que no le dejaría usar la tablet ni el teléfono móvil hasta muy tarde. Y que cuando quisiera ver dibujos animados, se los pondría siempre en versión original. Admito que he tenido que comerme mi promesa con patatas. La culpa es de mi padre, el avi, que cuando tenía seis meses ya le enseñaba vídeos de perritos ladrando en la tablet. Ahora, cuando encuentra la tableta, la agarra y me la trae, diciendo alegremente: “¿Guau, guau?”.
Canciones infantiles
Y, claro, cuando te lo piden de esta forma, es imposible no ceder. El problema es que de los vídeos de cachorros ladrando hemos pasado a canciones infantiles animadas, como Baby Shark o Las ruedas del autobús, dos hits mundiales en Youtube. He escuchado esta última en bucle tantas veces que ya no puedo sacármela de la cabeza: “Las ruedas del autobús girando van, pooor la ciudad”. También se la pongo en inglés, para no tener remordimientos de consciencia (“The wheels on the bus go round and round, round and round...”), pero sé que a él los vídeos le gustan más en español, especialmente los de origen hispanoamericano, como Mi perrito: “Guau, guau hace mi perrito, guau, guau, cuando está muy contentito...”. Podría verla sin parar toda la mañana. Le chifla.
Ante la elevada posibilidad de que se vuelva adicto, he decidido limitarle las sesiones de pantalla a 10 minutos por día. El momento de cerrar la tablet es duro, especialmente cuando se pone a gimotear con cara de pena diciendo “má, má”.
Sus primeras palabras
Para distraerlo, lo animo a leer un libro juntos. Ahora a mi hijo le encanta señalar con orgullo las ilustraciones que ya identifica por su nombre: “la lua” (la luna), “el sol”, la “buá” (pelota), el “guau guau”, el “atito” (gatito), el “au” (fuego). Con la canguro también ha aprendido otras palabras como “coco” —“¡Coco!”, exclama, animándome a golpear suavemente mi cabeza contra la suya— o “uno”, que repite cuando empiezas a contarle los dedos de la mano: “uno”, dos, tres...
Su juego favorito, sin embargo, sigue siendo la pelota: es capaz de cruzar todo el parque infantil para robar el balón a un grupo de niños mayores que él y ponerse a chutar como si nada. Un día tendremos problemas.
Una noche fuera de casa
Además de las pelotas, lo que más le obsesiona a mi hijo son las ruedas. Hace poco un amigo nos invitó a mi hijo y a mí a dormir en su piso. Mi hijo fue feliz: se pasó la tarde y parte de la noche encontrando ruedas escondidas: las ruedas del monopatín abandonado debajo de la cama de mi amigo, las ruedas de un triciclo en el balcón trasero, las ruedas de un coche de Lego. Esa noche fue memorable, no solo por cuan desordenada quedó la casa de mi amigo, sino porque también fue la primera vez que mi hijo compartía habitación con otro niño (la hija de mi amigo, que tiene 4 años). Lo pusimos a dormir en un colchón en el suelo, junto a la cama de la niña, como si fuera una fiesta pijama. La niña durmió como un lirón toda la noche, pero mi hijo se despertó cada hora, totalmente desubicado.