La política de trinchera que, durante años, se ha vivido en Cataluña debido a un procesismo que divide entre buenos y malos ciudadanos, se ha trasladado a Madrid. No es que el envío de balas y puñales ensangrentados sorprenda menos a quienes han asistido al independentismo más excluyente. Es que ese clima de violencia se ha normalizado tanto en Cataluña que las amenazas sufridas por varios dirigentes durante la campaña electoral madrileña no han generado la alarma social que era previsible.

Para algunos, ese rupturismo unilateral y divisorio asiste a sus últimos estertores. Para otros, un futuro gobierno independentista presidido por ERC, con Junts per Catalunya (JxCat) dentro o fuera del gobierno, desgarrará definitivamente a la sociedad catalana debido a la lucha por el poder de las dos formaciones secesionistas. Las declaraciones efectuadas, no solo por ese secesionismo recalcitrante, sino también por los máximos responsables de la salud pública, en relación a la falta de vacunación de agentes de la Policía Nacional y Guardia Civil, abonan la segunda tesis. Esta es, la de un Ejecutivo revanchista que no solo distingue entre catalanes de primera y segunda categoría, sino que introduce criterios de discriminación ideológica en la sanidad pública.

Que el expresidente Carles Puigdemont --recordemos su pretensión de dirigir el futuro Govern desde Waterloo-- pretenda vengarse de los cuerpos de seguridad del Estado por su intervención en el referéndum del 1-O negándoles las vacunas contra el Covid, es escandaloso, populista y mezquino. Forma parte de ese registro tuitero, activista y soez, propio de los muy iniciados en el agitprop. Pero que un supuesto servidor público prive de derechos básicos a una parte de la población en función de su adscripción ideológica tiene mucho de totalitario y demofóbico.

Más grave es que, quienes tienen responsabilidad en la sanidad catalana, abonen esa tesis de que Policía Nacional y Guardia Civil no merecen ser protegidos ante la pandemia. El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ha sido tan contundente, como poco convincente son los argumentos del Govern sobre los retrasos en la inoculación a esos funcionarios públicos. Sencillamente, porque no los tiene. Mientras la consejera de Salud, Alba Vergès, convoca a TV3 a su despacho para quejarse de la injerencia judicial, el secretario de Salud Pública, Josep Maria Argimon, afirma que esa orden retrasará la vacunación de personas mayores de 70 años. Una reflexión que recuerda comparaciones nefastas sobre menores extranjeros que roban las pensiones a los jubilados.

Conviene recordar que Argimon ocupa hoy ese cargo, que mediáticamente defiende muy bien, por descarte. Porque no era ni la primera ni la segunda ni la tercera opción para sustituir a Joan Guix. Fue el Gobierno español quien hizo ver a Quim Torra, más preocupado por las quimeras procesistas que por los problemas reales, que era necesario poner fin a meses de vacante en ese puesto clave en mitad de una pandemia. Pero en un ambiente preelectoral, nadie quería asumir esa secretaría. Argimon, un activista independentista que nunca perdió el contacto telemático con Waterloo a través de Toni Comín, aceptó el cargo. Y gracias a sus declaraciones acumula galones independentistas a costa de una cuestión tan seria como es la vacunación de la población catalana.