En pedazos, hechos añicos, en mil cachos, con trozos por todas partes, fracciones de Cataluña y del alma de los catalanes están distribuidas por doquier. Así andamos hoy, a poco más de un mes para regresar a las urnas el 21D. Tantas veces como se pregunta cuál es el verdadero estado de ánimo, la respuesta es siempre la misma: fractura.

Lo último en romperse ha sido el gobierno municipal de Barcelona. Ada Colau echará a los socialistas de la administración de la ciudad. Era previsible. Tiempo atrás sostuvimos que era un pacto envenenado, sin futuro, por quiénes eran los líderes y la escasa generosidad y altura de miras demostrada por una generación de activistas llegados a la política gracias al signo de los tiempos en Occidente. Sin el PSC como contrapeso, el amateurismo y la deriva populista del gobierno municipal de la capital catalana corre el riesgo de ser estratosférico.

También se ha roto la antigua CDC. Santi Vila se despidió ayer en un artículo de prensa con el que se defendía de las acusaciones de traición y finiquitaba su intención de mediar en una sociedad de transacción permanente. Anda quebrada la organización porque espera la sentencia del caso Palau y la sombra de la corrupción pasada pende como una espada de Damocles sobre la cabeza de algunos de sus dirigentes. Ni unas siglas con la ITV recién pasada servirán para recomponer el estallido último provocado por un presidente huido de la justicia, miembros de su gobierno encarcelados y relaciones personales --me apodero de la descripción de Vila-- “andrajosas”.

Sin el PSC como contrapeso, el amateurismo y la deriva populista del gobierno de Colau corre el riesgo de ser estratosférico

No le va mejor a la izquierda, que en este estallido ha implosionado como casi todas las fuerzas políticas. Albano Dante Fachin y los suyos han atomizado una vez más la unidad de ese espectro político, también en Cataluña, como Internacional tras Internacional sucedió a lo largo de la historia. Se ha dañado incluso el buenismo que presidió la fundación y los primeros tiempos de navegación de Podemos. Al agudo estratega Pablo Iglesias la cuestión catalana le puede salir por un ojo de la cara, si no se deja los dos.

La ruptura también le llegó al aparentemente inquebrantable tándem Oriol Junqueras-Carles Puigdemont. La desconfianza preside sus relaciones y estrategias individuales. La lista única o de país es imposible por razones tan poco ideológicas como que uno decide desde la prisión y otro hace números desde un exilio belga tan voluntario como cobarde. ERC declina proseguir con el PDeCAT porque descuenta que en la próxima legislatura no habrá nuevas tentativas de independencia y sus socios, más allá de la patria común, sólo ofrecen actitudes conservadoras y mucho que esconder bajo la alfombra de años y años de gobierno autonómico.

Al PSC se le ha pulverizado su férrea unidad municipal, con alcaldes que dejan el partido en disconformidad con la nueva línea de trabajo y tras abrazar el relato nacionalista dominante en la vida pública. La autolimpieza interna que se produce en la formación de Miquel Iceta puede encerrar, de hecho, alguna contradicción con la persecución del espacio electoral de nacionalismo moderado que algunos de sus fichajes últimos pretenden.

La lista única o de país es imposible por razones tan poco ideológicas como que uno decide desde la prisión y otro hace números desde un exilio belga tan voluntario como cobarde

Rota también anda la paciencia de la sociedad en su conjunto. El calendario de movilizaciones empieza a constituir una gran yincana para la ciudadanía menos preocupada o tolerante con los sacrificios a favor del patrioterismo. El café en el bar, la conversación a la puerta del colegio, los minutos musicales en el trabajo o cualquier otro espacio de convivencia humana están afectados por la gravísima fractura humana que vive la sociedad catalana hoy.

Lo único que sigue entero, paradójicamente cohesionado, son las CUP. Ahí las tienen, sin ninguno de sus miembros procesados, encarcelados o privados de cualquier privilegio ciudadano. Ellos, que son los verdaderos artífices de la agitación y el activismo más radical, se están yendo de rositas en este festival colectivo. Como decía ayer César Molinas, tranquilos, “a pesar de que son los que dirigen la guerrilla urbana y causan la mayor disrupción de las libertades de los demás”. Un éxito, se mire como se mire.

Y, en ese escenario, ¿creen ustedes que las elecciones del 21D serán una pócima para curar la enfermedad catalana? Seamos realistas, sea cuál sea el resultado, en esta tierra serán necesarias décadas para recoger los pedazos de convivencia que hemos escampado en esta crisis política. En el mejor de los casos constituirán un calmante momentáneo, pero no una solución quirúrgica definitiva.

Sea cuál sea el resultado el 21D, en esta tierra serán necesarias décadas para recoger los pedazos de convivencia que hemos escampado en esta crisis política

El nacionalismo se ha atrevido a romper los pactos de coexistencia que les dejaban gobernar a cambio de evitar justo lo que han pretendido en los últimos años. El péndulo se ha llevado a tal extremo que en su retorno físico ha despertado a un colectivo dormido, confortable en el modelo, sin veleidades identitarias de ningún signo y resignado a ver algún derecho parcialmente lesionado si eso era una concesión, un tributo mínimo, al interés general de pacífica y normal evolución social. La inhibición de una parte de la comunidad catalana, de su burguesía siempre activa y participativa (engañados por sus hijastros políticos), y el inmovilismo de la corte madrileña, en especial en mandatos del PP, no son ajenos al diagnóstico.

El 21D, incluso aunque se produzca el deseable desalojo del independentismo del gobierno autonómico, sólo será el inicio de un trabajo gigantesco de recomposición del puzle catalán. Todos los fragmentos deberán unirse en una laboriosa operación de ensamblaje que conviene tener muy presente desde la propia Cataluña y, por supuesto, desde el resto de España, menos consciente todavía de la inteligencia estratégica necesaria y de que en el momento indeterminado en que se jodió el país sucedieron muchas más cosas que el quebrantamiento de algunas leyes y la vulneración de normas comunes. El sentido común saltó por los aires.

En aquel momento se rompió Cataluña, así, sin medidas tintas, sin adjetivos políticamente correctos, con crudeza, pero con un realismo analítico que debe ayudarnos en la próxima década a superar lo acontecido.