Existe una falacia en España, alentada en los últimos años por Podemos y algunos dirigentes del independentismo catalán, y, en general, de una izquierda entre pasada de vueltas y bisoña. Se explica que el bipartidismo en España recuerda a la alternancia de la Restauración del siglo XIX, un reparto del poder entre el PP y el PSOE, una especie de concomitancia para servirse del Estado, el llamado régimen del 78.

Es totalmente al revés. Y ese es el problema. No hay un relato posible que los dos grandes partidos hayan compartido. Se reproducen los reproches, las duras críticas, las enmiendas a la totalidad, y las acusaciones sobre quién rompió el consenso inicial.

Ahora todo eso se pondrá en marcha de nuevo, tras la moción de censura de Pedro Sánchez. Y si ocurre, España estará condenada a ir parcheando la situación, sin ningún horizonte serio de futuro. La idea es que hay una derecha y una izquierda que nunca podrán colaborar, porque no comparten un mismo relato.

El PP ha hecho bandera de una consideración, que comparten sus principales dirigentes, y los intelectuales conservadores, pero también muchos académicos. Quien rompe el consenso de la Transición, que significó una mirada hacia delante entre todos, al margen del pasado marcado por la Guerra Civil, fue José Luis Rodríguez Zapatero con la ley de memoria histórica, que viene a decir: nos equivocamos en la Transición, el relato debe cambiar, no se cerraron las heridas, vamos a reinterpretar lo que ocurrió. La petición de muchas familias de saber dónde murieron asesinados padres y abuelos se podía haber resuelto con medios y con la designación de un juez especial, como ha señalado el historiador Santos Juliá. Pero Zapatero, según esa interpretación de la derecha, necesitaba su propio relato, generacional, para liderar un nuevo PSOE, que se distanciara de los viejos popes, como Felipe González. Y, siguiendo el esquema, Zapatero abrió una brecha que aprovechó e hizo suya movimientos que acabaron en partidos como Podemos, con Pablo Iglesias al frente.

Esa pata, la ley de memoria histórica, la elaboración de un Estatut sin consenso y la apuesta por una España plurinacional, rompían el consenso entre las izquierdas y las derechas. Y con ello, el PP se echó al monte, con una legislatura terrible, de acoso y derribo contra Zapatero, tras perder el poder el PP después de una nefasta gestión de los atentados terroristas de Atocha en 2004.

Para el PSOE, en cambio, el consenso se rompe antes, y el culpable es el PP, y se sitúa en la legislatura entre 1993 y 1996, con el feroz ataque contra Felipe González, donde participan medios de comunicación, el PP y movimientos conservadores. Se fue tan lejos que el periodista Luis María Ansón admitió que se había puesto en riesgo el propio Estado, y que, al margen de los casos de corrupción que se habían conocido, se trataba de echar a Gónzalez como fuera porque no paraba de ganar elecciones. “La cultura de la crispación existió porque no había manera de vencer a Felipe González con otras armas. Ese era el problema. González ganó tres elecciones por mayoría absoluta y volvió a ganar la cuarta cuando todo indicaba que iba a perder. Hubo que elevar la crítica hasta extremos que a veces afectaron al propio Estado”, admitió Luis María Ansón en la revista Tiempo.

Y para el PP, en cambio, el consenso, realmente, se truncó cuando el PSOE presentó al PP de Aznar como un “doberman”, con una campaña electoral en 1996 en la que se presentaba en vídeos en blanco y negro al PP como si fuera una peste que iba a asolar España. Aquello significaba que se rechazaba la idea de que ya había una derecha democrática, legítima, capaz de gobernar, como la izquierda que representaba el PSOE. Era 1996, se suponía que todos eran demócratas.

¿Todo eso era un juego de publicistas que se debía ignorar al cabo de cinco minutos o significaba algo más? ¿Se podía enterrar de una vez a Franco, y también los fantasmas de una España comunista y separatista, y anarquista?

Pues no se ha olvidado. Los tics están ahí, los mensajes se mantienen. Y la posibilidad de que no haya manera de gobernar está cada vez más cerca. Los mapas electorales, en todos los países, son tozudos. Si en Cataluña el independentismo es hoy fuerte en todas las zonas rurales que fueron carlistas, en España se repite una dinámica: el PSOE encuentra aliados en la periferia, y deja a la derecha en la estacada. Y ésta, que tradicionalmente dividida, había conseguido unirse, corre el riesgo de bifurcarse con un ascenso de Ciudadanos, en una especie de subasta por aparecer como el duro que frena esa España izquierdosa-periférica-anarquista-separatista. Un drama, que no beneficia a nadie.

En ningún país se debe orillar a una de las partes esenciales. Y el PP lo es. Es difícil de entender que la izquierda no desee ni ampare a una derecha democrática-liberal, necesaria, y con la que se debe llegar a acuerdos. Y también es complicado de entender que ese PP no salga de una defensa estricta de la ley, que debe hacerlo, pero que no es suficiente. Y no busque incidir en esa España periférica.

Todavía no hay un relato posible compartido, cuando se suponía que ese era el legado de la Transición. Ese es el drama de España, y también de Cataluña, anclada en tres o cuatro postulados del Noucentisme, que no ya deberían tener ninguna vigencia.