Constatado el fracaso de la vía unilateral para conseguir la secesión de Cataluña, los muñidores independentistas han decidido dar un paso atrás --o varios-- y retomar de nuevo el camino del referéndum “pactado” con el Estado.

Sorprendentemente, esta envainada se produce después de celebrar dos referéndums ilegales --el 9N y el 1-O--, declarar dos veces la independencia --el 10 y el 27 de octubre de 2017--, asegurar que el 1 de octubre generó un “mandato democrático” irrenunciable y sostener en reiteradas ocasiones que lo del referéndum “pactado” era una “pantalla pasada”.

Sea como fuere, parece que los dirigentes nacionalistas volverán a las andadas con esta cuestión. Y así las cosas, convendría recordar algunos argumentos por los que no es razonable facilitar un referéndum sobre la secesión de Cataluña ni hoy ni nunca.

En primer lugar, cabe destacar que se trata de una opción ilegal. La Constitución --tal y como ha indicado su intérprete, el Tribunal Constitucional (TC), en diversas sentencias-- no permite que una Comunidad Autónoma se independice ni que se celebre en ella un referéndum de secesión. Antes habría que cambiar la Carta Magna, que garantiza que la soberanía recae en el conjunto del pueblo español de forma indivisible.

Tampoco es legal, según el alto tribunal, celebrar una consulta no vinculante sobre la secesión --similar al 9N--. Modificar la legislación para permitirlo sería, además, un gol en propia puerta por parte de los no independentistas, pues aunque dicha consulta no fuera vinculante en sentido jurídico, sí se convertiría en vinculante políticamente. Y el independentismo lo tendría fácil para encontrar apoyos internacionales de peso en su campaña de presión para poder celebrar un referéndum legal y vinculante.

Por otra parte, celebrar un referéndum independentista en Cataluña no parece una opción tan democrática como el nacionalismo trata de vender. Lo razonable es que todos los ciudadanos puedan decidir sobre la integridad territorial de la que son soberanos. No tiene sentido privar a un andaluz de decidir sobre si Cataluña debe seguir formando parte de su país, o impedir a un catalán decidir sobre si el País Vasco o Baleares deben continuar o no en España. Que el Reino Unido --respecto a Escocia-- o Canadá --en relación a Quebec-- hayan decidido fracturar su soberanía autorizando referéndums secesionistas --que, en todo caso y a diferencia de España, sí permitían sus entramados constitucionales-- no convierte esas decisiones en más democráticas que la contraria. Es decir, tan democrático es que los que ostentan la soberanía decidan democráticamente que se celebre un referéndum como que decidan que no se celebre. Y en cuanto al resto de los referéndums de las últimas décadas, estos se circunscriben a casos de descomposición de regímenes totalitarios, procesos de descolonización o situaciones de guerra.

Lejos de lo que en ocasiones se argumenta, el caso de Quebec no es ningún ejemplo para superar tensiones territoriales sino todo lo contrario. En la crisis canadiense hubo de todo menos buen rollo. La Ley de Claridad --un texto repudiado por los secesionistas-- trató de frenar las amenazas de los independentistas de seguir realizado referéndums hasta que ganara el sí. Los quebequeses aún hoy pagan las negativas consecuencias económicas y sociales de aquella etapa convulsa.

Y es que un referéndum independentista no es la solución más razonable para resolver las tensiones territoriales. De hecho, esa fórmula es una excepción en el mundo. Lo habitual es negociar cuotas de descentralización. Y, según los principales rankings internacionales, España es uno de los países más descentralizados. En este sentido, cada vez proliferan más las voces en todos los partidos de ámbito nacional que apuntan que el problema del independentismo catalán se debe, precisamente, al exceso de descentralización y propugnan como remedio recuperar algunas competencias. Tal vez esta sería una opción a valorar, visto el fracaso del proceso de descentralización permanente que se ha implementado en los últimos 40 años.

Los referéndums son también camino abonado para los populismos. Entre los ejemplos más recientes encontramos el caso del Brexit o el rechazo a la Constitución Europea en Francia y los Países Bajos. En aquellas ocasiones, los extremistas lograron movilizar a más seguidores de los previstos con argumentos falaces.

Cabe destacar que si en un referéndum independentista ganase la opción favorable a la secesión, su reversión sería casi imposible. Esto lo convierte en un instrumento poco apropiado para afrontar este problema. Y más aún en el caso de Cataluña, donde las posiciones son especialmente volátiles en función de situaciones coyunturales: según el CEO de la Generalitat, desde 2015, los independentistas y sus contrarios han alternado la mayoría en cuatro ocasiones.

Además, es común entre los que se oponen a la independencia plantear un silogismo elemental: si la vía unilateral se ha demostrado inviable para alcanzar la secesión y el único camino es mediante un referéndum legal y pactado, parece lógico que la mejor fórmula para evitar la secesión pase por impedir ese referéndum. No son pocos los que añaden una coda: si quieren la independencia, no se les debe facilitar; que lo intenten a las bravas.

And last but not least, un referéndum independentista no calmará a los secesionistas. Solo la independencia lo hará. Muchos constitucionalistas bienintencionados apuestan por facilitar el referéndum, ganarlo y así obtener unas décadas de paz. Pero algunos de los promotores del procés hace tiempo que admiten en privado que el objetivo es hacer un referéndum legal --más que ganarlo, en primera instancia--. Eso llevaría la batalla a otro terreno: ya no se trataría de ganar el derecho a hacer el referéndum sino de fijar una nueva fecha lo antes posible --y así sucesivamente hasta ganar una de las consultas--. Estos mismos gurús independentistas confiesan que el día siguiente de perder el referéndum sería el primer día de la campaña del siguiente referéndum, lo que evaporaría la pretendida calma que algunos ilusos pretendían conseguir.