La comparecencia de Pedro Sánchez junto al primer ministro canadiense, Justin Trudeau, fue profundamente decepcionante al ser preguntado en rueda de prensa sobre la situación política en Cataluña, el paralelismo con Quebec y las posibles soluciones. Aunque el motivo de la gira que está efectuando esta semana el presidente del Gobierno por Canadá y EEUU es por otras cuestiones, desde las comerciales hasta el cambio climático, pasando por las políticas a favor de la igualdad de género o las de desarrollo tecnológico, es incomprensible que no tuviera en cuenta que el tema principal a tratar en Montreal con los periodistas iba a ser Cataluña. Evidentemente, el desastre no es atribuible a la improvisación ante un tema nuevo, el problema de fondo es que a estas alturas Sánchez no tiene estrategia sobre cómo abordar el mayor reto de la democracia española. Por eso cae en la improvisación o en frases vacías como "lo que hace falta en Cataluña es empatía", afirmó, para justificar las declaraciones favorables a un posible indulto a los presos del procés de la delegada del Gobierno, Teresa Cunillera. Antes de jugar en el ámbito internacional y reunirse con líderes progresistas para tratar temas globales, Sánchez debería ser capaz de dar buenas respuestas y elegir bien los ejemplos. Y Canadá era una gran oportunidad para desmontar muchos tópicos sobre la bondad de celebrar un referéndum secesionista.
Es descorazonador que se atreviera a señalar a Quebec como lección o modelo para solucionar “crisis políticas”, cuando fue justamente al revés. La vía canadiense es un contraejemplo. Recordemos que fue después del referéndum unilateral de 1995 y ante la amenaza de los independentistas quebequeses de celebrar otra votación hasta ganarla, cuando el ministro de Asuntos Intergubernamentales, Stéphane Dion, elevó una consulta al Tribunal Supremo del Canadá para aclarar tres cuestiones básicas. Dicho organismo judicial concluyó esquemáticamente que (1) no se puede celebrar un referéndum de secesión unilateral, (2) la pregunta ha de ser nítida, con un mínimo de participación y una mayoría clara, y (3) las partes del territorio consultado que voten por permanecer en Canadá no formarían parte del nuevo Estado independiente.
De esa trascendental sentencia judicial nació la Ley de la Claridad (2000), que políticamente fue repudiada (todavía hoy) por los independentistas porque la última palabra --sobre todo en la definición sobre qué es una “mayoría clara”-- queda en manos del parlamento federal de Otawa. Más aún, en caso de victoria secesionista en un hipotético referéndum pactado, si en las negociaciones entre ambos gobiernos no se llegase a un acuerdo, tampoco habría secesión. Digámoslo claro: no hay nada más falaz que la Clarity Act. La respuesta de los soberanistas fue aprobar en el parlamento provincial otra ley (“sobre el ejercicio de los derechos fundamentales y prerrogativas del pueblo quebequés”), afirmando el derecho de autodeterminación y dando por buena una mayoría de votos del 50% más uno. En conclusión, es falso que Quebec nos aporte una solución política acordada al conflicto secesionista.
La Ley de la Claridad fue la fórmula con la que el gobierno de Canadá frenó legalmente la celebración de otro referéndum unilateral en contra, claro está, de la voluntad de los independentistas. Así pues, Sánchez puso muy mal el ejemplo y cayó en el tópico de la imagen edulcorada de dicho país que tanto nos gusta en España cuando lo cierto es que jamás hubo acuerdo entre las partes sobre el método. Solo el cansancio de la sociedad quebequesa entorno a esta cuestión y el miedo a repetir un escenario de enorme tensión social como el que se vivió en 1995, ha ido haciendo que con el tiempo el tema de debate ya no sea la soberanía sino las cuestiones globales, como la inmigración, el mercado de trabajo, la ecología, etc. De eso van las elecciones provinciales que se celebrarán el próximo 1 de octubre en Quebec, y no de independencia. La victoria se la disputan, según los sondeos, los liberales federalistas del actual primer ministro Philippe Couillard y una nueva lista de centro nacionalista (Coalición por el Futuro de Quebec) explícitamente contraria al referéndum, liderada por François Legault. Los independentistas del histórico Partido Quebequés volverían a repetir un mal resultado. El secreto en Quebec no es la política sino el paso del tiempo. Es lo que suele ocurrir con los conflictos irresolubles. También en Cataluña la discordia en sus actuales términos (“referéndum o referéndum”, decía Puigdemont; “libertad o libertad” sostiene ahora Torra) no tiene solución. Cuanto antes lo aceptemos, mejor.