Una obra de teatro sobre el pujolismo, ahora, podría considerarse como fuera de lugar. ¿A estas alturas, con los convergentes en horas bajas, con una lucha a brazo partido contra ERC para mantener el poder, pero con una división interna enorme? Esa idea la defienden algunos intelectuales que se acercaron hace unos años a Jordi Pujol, que no ven importante ahora una reflexión de ese tipo. Sin embargo, Pujol marcó tanto el terreno de juego en Cataluña que todavía no se ha profundizado en la huella que ha dejado. El llamado procés ha ocultado el debate pendiente que tiene toda la sociedad catalana sobre su pasado reciente.

El anciano Jordi Pujol, el que sigue pensando en su legado y que acude a la presentación del libro de Artur Mas, no debería dudar sobre cómo quedará en la historia. Tendrá grandes detractores y muchos defensores, pero todos coincidirán en que estamos atrapados en su esquema mental.

Lo ha plasmado de forma magistral Guillem Clua con la obra Justícia, en el Teatre Nacional, el gran teatro que inaugurara el propio Pujol. Con Josep Maria Pou como protagonista, aunque se trata de una obra coral, con diferentes perfiles y acentos --destaca la actuación de Vicky Peña--, Justícia expone algo muy profundo. ¿Está la sociedad catalana marcada por el temor, por la individualidad extrema, por una mezquindad que se ha querido ocultar con una falsa idea de generosidad y de modernidad? ¿Es posible que se mirara en todo momento hacia otro lado, que nadie interiorizara y clamara que no se podía basar una sociedad en falsos mitos y en una permanente victimización?

Hay experiencias vividas que sorprenden por esa asunción del terreno de juego que marcó Jordi Pujol. Almuerzos entre intelectuales y viejos militantes de izquierdas, que no dudan en criticar a sus interlocutores porque se pone en duda la lectura del nacionalismo sobre los hechos de 1714. Reproches y salidas de tono porque se pone en cuestión que el Parlament pueda ejercer otros cometidos distintos a los que tiene atribuidos por el Estatut. El concepto de soberanía se interpreta a la manera nacionalista, y no es posible discrepar y decir abiertamente que el derecho a la autodeterminación no tiene ningún sentido en la Cataluña actual.

Eso está pasando en muchos círculos intelectuales, políticos y económicos en Cataluña. Y se asume desde la izquierda, desde las cátedras de eméritos respetables. ¿Cómo es posible? La respuesta está en esa obra de teatro de Guillem Clua, dirigida por Josep Maria Mestres porque, aunque se intenta abarcar un espacio de tiempo enorme --desde la Guerra Civil, y hay distintos planos sobre la identidad política, social y sexual-- sí se refleja que la sociedad catalana en su conjunto no ha sido valiente. Se podría contestar que, tal vez, no lo pudo ser. Pero también es pertinente señalar que nunca lo fue.

En el fondo del asunto, si se necesitara tomar ese instante que se busca en la obra --el instante en la vida de un hombre-- está el caso Banca Catalana. No somos conscientes. Y si lo somos, ya no hay remedio. Se instaló un veneno que ha deteriorado las cosas en Cataluña, pero también en el conjunto de España. “El Gobierno central ha hecho una jugada indigna”, señaló Pujol tras la presentación de la querella por el caso Banca Catalana. “En delante de ética y moral hablaremos nosotros. No ellos”, añadió Pujol ante las masas enfervorecidas. ¿Podemos alcanzar todavía ahora la gravedad de esas palabras?

De eso debería arrepentirse Pujol, porque esa frase marcó toda la política catalana desde entonces, y sigue presente --porque todavía se defiende como algo que tiene un marcado carácter religioso-- en buena parte de la sociedad catalana. Desde entonces, lo patriótico sirve para invalidar cualquier crítica