Las esperanzas que la carta de Junqueras --en la que, aparentemente, renunciaba a la unilateralidad-- generó en una parte del constitucionalismo han tenido un recorrido muy corto. Apenas unas horas después de la misiva, el Govern de Aragonès dejó claras sus intenciones e incumplió las medidas cautelares ordenadas por el TSJC para la selectividad.

El lunes, el preso Junqueras apelaba a la reconciliación. Y el martes, el Gobierno autonómico presidido por su partido se pasaba por el forro la obligación de ofrecer los exámenes de las pruebas de acceso a la universidad sin mostrar preferencia por ninguna de las tres lenguas oficiales. Al final, como siempre, el examen se repartió en catalán y los que lo querían en español se vieron obligados a levantar la mano y pedirlo expresamente.

De nuevo, la realidad golpeó sin contemplaciones y con contundencia a quienes creían que ERC se abría a una etapa de concordia. Lo único que tenía que hacer el Govern era ofrecer los exámenes en los tres idiomas (castellano, catalán y aranés) y preguntar individualmente a cada alumno cuál prefería. No parece muy complicado. Pero la Consejería de Educación --en manos de JxCat pero con la aquiescencia de ERC-- consideró que era inaceptable y actuó “como hasta ahora” había hecho.

Nadie duda de que la carta de Junqueras es una victoria del constitucionalismo. Que es el resultado del efecto pedagógico de la cárcel. Que el nacionalismo catalán cosechó un fracaso histórico gracias al ejemplar proceder de la Policía Nacional y de la Guardia Civil el 1-O y a la posterior reacción del jefe del Estado y de los jueces y fiscales. Sin embargo, la derrota del procés no justifica la concesión de los indultos.

La asunción de que la vía unilateral es inviable es consecuencia de la fortaleza del Estado y no es suficiente para ser magnánimos con los líderes del intento de golpe al Estado, como pide el presidente Sánchez. De nada sirve tender la mano con medidas de gracia si la contrapartida se limita a que los líderes indepes se comprometan --de momento y hasta conseguir “una mayoría incontestable”, según el propio Junqueras-- a no volver a declarar la independencia.

A la mayoría de los ciudadanos españoles eso no les vale. Tiene guasa que, pese a haber sido derrotados en su desafío al orden constitucional, a los dirigentes independentistas se les permita seguir cometiendo impunemente los atropellos que llevan décadas perpetrando.

No es posible ningún tipo de diálogo con el nacionalismo catalán si antes --repito, antes-- no da muestras claras y efectivas de ese supuesto propósito de enmienda que los terceristas le atribuyen. Y eso pasa por derogar la inmersión --algo nada especial, por otra parte, habida cuenta de que los tribunales hace años que insisten en que es ilegal--, aplicar la neutralidad ideológica en todos los ámbitos de la Generalitat --desde TV3 a las escuelas, pasando por el reparto de las subvenciones-- y cumplir la ley de banderas, entre otros muchos aspectos.

Es sorprendente que el Gobierno haya callado ante un nuevo atropello como el de los exámenes de selectividad. Y es inquietante que partidarios de los indultos argumenten que el bilingüismo es un tema menor. Que no es el momento. ¿Cuándo es el momento? ¿Los temas menores seguirán sin poderse afrontar como ha ocurrido en los últimos 40 años? ¿Debemos pedir perdón por utilizar nuestra lengua, agachar la cabeza y no molestar exigiendo nuestros derechos para no entorpecer el camino hacia la concordia y la distensión?

Para los terceristas, nunca es el momento de exigir nada al nacionalismo. Ni siquiera a cambio de los indultos. Pero los indultos gratis no servirán para nada. Lo hemos comprobado con los exámenes de selectividad. Y tendremos abundantes ejemplos todas las semanas.

El error de los indultos es difícilmente superable. Bueno, sí. Todavía se puede perpetrar un desatino mayor: plantear un nuevo Estatut que nadie pide con la esperanza de contentar al monstruo insaciable del nacionalismo. ¿Recuerdan lo que pasó la última vez que un presidente del Gobierno tuvo una ocurrencia similar?