Uno de los debates globales en el ámbito de la ciencia política se centra en el papel de las ciudades y en la necesidad de que los alcaldes de las grandes urbes globales tengan un mayor papel. El politólogo Benjamin Barber, que fue asesor de Bill Clinton, lo ha señalado en su libro, traducido al catalán Si els alcaldes governessin el món. Països disfuncionals, ciutats emergents (Arcadia). Propone, incluso, un parlamento mundial de alcaldes como un punto de partida para extender la democracia a nivel mundial. Al margen de la iniciativa de Barber, lo que explica nos sirve para analizar el caso de España y la idea de que en gran medida, como un factor fundamental, el problema catalán radica en una competencia entre Madrid y Barcelona que el Estado español no ha sabido articular.
El análisis sugerente y con detalle lo ha realizado Jacint Jordana, catedrático de Ciencia Política en la Universitat Pompeu Fabra. Lo ha escrito en Barcelona, Madrid y el Estado (Catarata), constatando que los hechos son importantes, pero también lo son las percepciones. Asegura que con dos ciudades globales, que luchan por su lugar en el mundo, el papel que pueda adoptar el Estado es fundamental, y que las elites locales catalanas consideraban ya a principios de los años 2000, que el equilibrio existente se había decantado hacia la capital española.
Hay una idea generalizada que no tiene en cuenta, precisamente, los hechos. La referencia, tanto para los independentistas como para los constitucionalistas, es Canadá y su relación con Quebec. Se señala que Montreal perdió atractivo tras los referéndums de 1980 y de 1995 y que las inversiones que se fueron ya no volvieron. Que las entidades financieras que se trasladaron a Toronto decidieron quedarse allí. Pero aquello ya se perfilaba con anterioridad y los movimientos soberanistas fueron consecuencia de aquel fenómeno.
La urbanista Jane Jacobs lo ha explicado, tal y como lo recoge Jordana. Montreal iba perdiendo peso en la economía canadiense, desde los años setenta del pasado siglo. En contraste con ello, Toronto lo iba ganando, desde las décadas anteriores, y se iba convirtiendo en la capital económica de Canadá. Fue, a raíz de ese fenómeno, cuando los dirigentes locales de Quebec llegaron a la conclusión de que era necesario alguna forma de soberanía estatal para impulsar y favorecer el desarrollo de Montreal y su dimensión internacional.
Trasladen esa reflexión a lo ocurrido en Cataluña y en el resto de España en las últimas décadas. El Estado, pero también el empecinamiento de unas elites nacionalistas catalanas, que no querían verse ayudadas por lo español, propuso un modelo en el que Madrid debía ser la gran bandera de España, como ciudad global que iba a servir de puente con Latinoamérica y Europa. Barcelona quedó relegada, cuando hubiera sido fácil integrarla en una red española, como una ciudad bicapital del Estado. Inversiones culturales, cuestiones simbólicas o inversiones efectivas para potenciar el eje económico del mediterráneo. Era lo que pedían algunas élites locales más conscientes de lo que realmente estaba en juego, desde el Círculo de Economía hasta la voz, a veces caótica, de Pasqual Maragall.
Y hubo la oportunidad. Sigue quedando pendiente quién tuvo mayor responsabilidad. Sigue en el aire la pregunta sobre si José María Aznar ya lo tenía todo pensado o fue la negativa de Jordi Pujol a colaborar en el marco español quien hizo imposible ese nuevo equilibrio entre Madrid y Barcelona. Sin embargo, no se puede dar todo por perdido. Si ese fue el origen de la actual situación, también puede ser el final del problema, aunque para los más exaltados, de una y otra parte, todo esté ya destinado al fracaso.
La paradoja y ahí sí que estriba el problema, es que la petición de unas élites locales --recordemos el acto del Iese u otras manifestaciones, como las opiniones de Círculo de Economía, una de las importantes en un lejano 2001-- se ha convertido en una coalición singular, como la tilda Jordana. Se trata de una coalición en Cataluña entre los beneficiarios de la globalización, que pertenecen a las élites cosmopolitas de una ciudad global, junto con sus afectados, que provienen de sectores populares o de clases medias que consideran que pierden oportunidades respecto a las generaciones anteriores. Y están cohesionados, porque todos creen que van a ganar con otra situación --mayor soberanía-- porque se consideran que pertenecen a una comunidad política, con un marcado perfil cultural e identitario, y porque han sabido tejer un equilibrio entre partidos y movimientos sociales independentistas, aunque tengan diferentes sensibilidades políticas.
Y eso, guste más o menos, es difícil de destejer, aunque para nada imposible si se recupera un necesario equilibrio en el reparto del poder, y también en el terreno de lo simbólico y lo afectivo, que casi siempre se considera que no tiene la menor importancia. Pero la tiene.