Empatía. Es necesario que en Cataluña se recupere un cierto espíritu de reconciliación, que pase por entender que se han cometido grandes errores en los últimos años. Y que se han despertado ánimos y orientaciones que se consideraban superados. Una de las lecciones que podríamos aprender es que nunca hubo un solo pueblo, que eso fue un deseo, una frase de Josep Benet, que, aunque fue un hombre de izquierdas, marcado por su origen social, nunca dejó de ser un nacionalista catalán. Ese sol poble, en todo caso, llegó a funcionar, porque una parte de la sociedad catalana creyó en su clase política --la que surgió de la transición--, y le pareció bien, sin abrazar la causa, pero sin despreciarla, que se impusiera un relato marcado claramente por el nacionalismo catalán, y por las diferentes variantes del catalanismo. Todo eso es cierto y se ha comprobado ahora, cuando ese nacionalismo ha derivado en un proyecto independentista que ha acabado por fracasar de forma estrepitosa, como está mostrando, en boca de sus protagonistas, el juicio del 1-O en el Supremo.

Lo que hay son frustraciones. En varias direcciones: el independentismo, que ha visto como todo era, en el fondo y en la superficie, un nuevo episodio en la batalla por la hegemonía entre dos mundos que siempre han existido, pero en el campo nacionalista: el de unas clases medias de orientación burguesa, las que se han movido alrededor de Convergència, y las también clases medias y bajas que han bebido de las fuentes de Esquerra Republicana. Una batalla en las pequeñas ciudades, en los pueblos, en las ciudades medias y también en Barcelona. Ayer y hoy. Eso no ha cambiado. En los años treinta y ahora.

La otra frustración está en el campo de unas clases medias-bajas que no han tenido como referente esa cultura catalanista, que han aprendido catalán en la escuela y en TV3, que, sin rechazar toda la simbología y los propios ritos de la catalanidad, han vivido en cierta medida de espaldas. Sin embargo, después de creer en esa sociedad en la que se han desarrollado, personal y profesionalmente, han comprobado que se quería ir más allá, que las ambiciones políticas y la lucha de poder existían, pero que, además, una parte de ese mismo pueblo quería de verdad la independencia, y apostaba por una sola mirada, sin pensar que no se puede dar un paso tan importante en la política sin contar con grandes mayorías sociales, que sean, al mismo tiempo, transversales.

Eso es una realidad. No se puede ignorar. Pero también es posible que, sin que las cosas puedan ser de nuevo iguales --no debería ocurrir tampoco—, sí se podrían alcanzar nuevos consensos sin herir a nadie. La crítica al independentismo se debe mantener. Principalmente a los responsables más evidentes: unos dirigentes políticos con nombres y apellidos, que se han movido por diferentes intereses cruzados: Artur Mas, Oriol Junqueras, Carles Puigdemont, y también otros que se han movido en un segundo plano, como Francesc (Quico) Homs o David Madí, como plantea con claridad Josep Antoni Duran Lleida en la entrevista de este sábado en Crónica Global.

Pero se debe tener en cuenta, y eso lo debe saber cualquier responsable político que desee alcanzar ese nuevo consenso interno, que hay una semilla que crecerá en los próximos años, y que se sembró el 1 de octubre. Toda una generación de jóvenes entiende que hubo un bautismo político colectivo ese día, que las cargas policiales, más o menos numerosas, pero que dejaron imágenes contundentes en las retinas de cientos de miles de catalanes, suponen un motivo para defender la independencia de Cataluña en las próximas décadas. Ese poso quedará. Y no será positivo si no se sabe canalizar o si no se ofrece un diálogo político franco que aporte soluciones viables.

Cerrar los ojos no sirve de nada. Preparar un 155 como propone el PP y Ciudadanos, y como rechaza el presidente de Sociedad Civil Catalana, Josep Ramon Bosch, y explica en una entrevista también en este medio --a pesar de que en la entidad existe un núcleo duro que pedirá una oposición al independentismo más clara— no solucionará nada. Al revés. Podría enquistar de forma definitiva el problema.

La resignación tampoco es un buen consejo. Cataluña es un territorio dinámico, capaz de rehacerse en poco tiempo. El capital humano es sensacional, en todos los ámbitos. Lo que falta es empatía y soluciones y renunciar a maximalismos.

Ocurre, sin embargo, que una parte de ese independentismo parece que no desea rectificar. Dejando claro que esa semilla del 1-O no se podrá ni se deberá obviar, también es cierto que no se debería vivir de ello de forma permanente. Resulta una fatalidad, y lo explican personas con conocimiento y experiencia política, que esa parte de Cataluña, la Cataluña catalana, haya encontrado, de nuevo, brindado por un Estado que no supo administrar esa situación tan complicada, un motivo para el lamento y el recuerdo, para vivir en el futuro con la sensación de otra derrota, pero con cierto orgullo de ello, como ha pasado históricamente.

Estaría bien, por tanto, que esa empatía fuera recíproca. Y que el independentismo irredento asumiera que hay una Cataluña que se ha sentido también humillada, sin que hayan caído sobre sus espaldas, de forma física, palos y porras.