Vean esos rostros que ilustran este suelto. Se trata del presidente Quim Torra, de Elsa Artadi, la consejera de Presidencia, ahora ya número dos a la alcaldía de Barcelona por Junts per Catalunya, y del expresidente Artur Mas. Los tres con caras de circunstancias en la manifestación del pasado sábado en Madrid, una muestra del infantilismo del independentismo, que ha desconectado de la realidad. No la quiere ver. Se distanció hace tiempo, tal vez más tiempo del que somos capaces de admitir. La composición de lugar, por propio interés, pero también por convicción --porque todo eso se debe interiorizar para poderlo defender--, pasa por una situación en la que el Estado español, con todo su aparato burocrático, y con sus bastiones identificados en el PP y el PSOE, ha oprimido sin complejos a Cataluña. Quién sea Cataluña, o lo que signifique, eso no es importante. Esos rostros lo reflejan, aunque hay diferencias. En el de Mas se denota una especie de nostalgia, de 'qué podía haber hecho distinto y no hice'. De ¡vaya error que cometí!.

Quim Torra, Elsa Artadi y Artur Mas, en la manifestación en Madrid del independentismo / Efe

Quim Torra, Elsa Artadi y Artur Mas, en la manifestación en Madrid del independentismo / Efe

Quim Torra, Elsa Artadi y Artur Mas, en la manifestación en Madrid del independentismo / EFE 

La manifestación en Madrid y las siguientes escenas en el Palau de la Generalitat, con la polémica sobre los lazos amarillos, han logrado transmitir un sentimiento de vergüenza ajena, de ‘no es posible que eso suceda’. Los ciudadanos de Cataluña que han visto cómo se ha avanzado en las últimas décadas, cómo se transformaba el conjunto de España, cómo se superaban enormes problemas sociales, cómo se pasaba de una sociedad realmente condicionada por corsés morales e ideológicos a una sociedad democrática y libre, vieron a una dirigencia, como dicen los latinoamericanos, que se sentía oprimida, pero que se manifestaba sin ningún problema a favor de la secesión en el corazón de España.

Vieron cómo se cantaba, como si no hubiera pasado nada, una canción tan importante para la memoria de todos los españoles --españoles, sí, porque se cantaba en Madrid y en toda España-- como L’Estaca. Una canción de Lluís Llach que es de todos, y que tiene un significado preciso, y que nos señala el camino de la transición de una dictadura a una democracia. Cantar L'Estaca en Madrid, en 2019, con rostros compungidos, con la sensación de que ‘no nos quieren’, al lado de grupos políticos que no precisamente ocupan el carril central del sistema político español, como, pongamos por caso, Izquierda castellana, produce, ciertamente, vergüenza ajena.

A esa dirigencia catalana, que defiende postulados independentistas, pero también a una buena parte de la sociedad catalana, que apoya a esos líderes políticos, le ha pasado un fenómeno que explicó ya en 1996 el ensayista francés Pascal Bruckner en su libro La tentación de la inocencia. Su definición no deja dudas: “Esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes y que se expande en dos direcciones, el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de irresponsabilidad bienaventurada”. 

¿Es eso lo que le ha pasado a una sociedad que no ha sabido valorar dónde estaba? La protesta en Madrid se consideraba esencial, con la idea de que en el conjunto de España no se ha informado sobre lo que “de verdad” ocurría en Cataluña. Ante eso, se reprocha el poco activismo que se ha detectado en el resto de Comunidades, y, en concreto, de la izquierda y de la intelectualidad españolas. Se trata de otro error cognitivo. ¿Por qué la izquierda debería tener una mayor sensibilidad frente a un movimiento secesionista que se ha saltado las reglas? Otra cosa es que se considere que las penas de prisión preventiva que sufren los dirigentes independentistas procesados sean injustas. Pero también se confía en que el juicio acabe despejando todas las incógnitas. Y eso es lo que sucede en España, desde la izquierda a la derecha.

Brucker anticipó una enfermedad moderna, centrada en lo subjetivo, en esa apreciación de que lo que me pasa es muy importante, y siempre es el otro el que tiene la culpa. Cuando se analiza esa fotografía, y se escuchan los cánticos que se produjeron en Madrid, --un no pasarán, que Mas no supo cómo eludir y que acabó aplaudiendo avergonzado-- queda la duda sobre qué sociedad se ha ayudado a construir desde el poder autonómico catalán.

Pero queda la duda, principalmente, sobre qué dirigencia se ha asentado en ese poder, al frente de una sociedad con unos índices de bienestar notables, que ha abrazado una causa bizarra, que contrasta con las cosas tangibles, y que sólo podrán ver cuando se retiren las gafas de diseño que llevan puestas.