La escritora Carmen Laforet

La escritora Carmen Laforet

Pensamiento

Carmen Laforet, la chica de la maleta

La escritora fue una mujer viajera en busca de sí misma, de satisfacer la expectativas que había suscitado su premiada novela 'Nada'

17 marzo, 2019 00:00

Hace nueve años Anna Caballé e Israel Rolón escribieron una espléndida biografía de Carmen Laforet que subtitularon Una mujer en fuga (RBA). He preferido transformar esa imagen de permanente fugitiva, que lo fue de la novelista barcelonesa, en la chica de la maleta, el título de la película de Valerio Zurlini (1961) que hizo célebre a Claudia Cardinale. Efectivamente, Laforet fue la chica de la maleta, una maleta llena de papeles, de textos suyos en curso, itinerante entre muchos lugares (Barcelona, Las Palmas, Madrid, Estados Unidos, Roma, Tánger, de nuevo Madrid). Una mujer viajera en busca de sí misma, de satisfacer la expectativas que había suscitado su premiada novela Nada, allá por el año 1944, cuando ella sólo tenía 23 años En las novelas que terminó, desde La isla de los demonios (1952) a Al volver la esquina (escrita en los años 70 y editada póstumamente por Destino en 2004), siempre reprodujo el arquetipo de Nada: la confrontación entre la inquietud juvenil y la mediocridad cutre de la España del franquismo. Nunca acabó de digerir el éxito de Nada que, por cierto, fue llevada a la pantalla en 1947 a través de una película de Edgar Neville con Conchita Montes como protagonista, y que fue censurada groseramente. Unos años más tarde, en 1956, en Argentina, se hizo otra versión cinematográfica dirigida por Leopoldo Torre Nilsson.

Laforet fue, ante todo, una mujer compleja. Huérfana de madre, cuando ella tenía trece años, hija de un padre, arquitecto municipal, autoritario, que se volvió a casar tras la viudez, con una mujer que ejerció para Laforet de madrastra arquetípica. Su vida de fugitiva empezó saliendo de Las Palmas de Gran Canaria donde vivió desde que tenía un año y medio de edad y retornando a la Barcelona donde nació, al piso de Aribau, 36, donde consta hoy un recordatorio de su presencia en este espacio. Huía de su madrastra a caballo de un primer amor, Ricardo Lezcano, con el que nunca se casó. Lo hizo con el que se convertiría en su promotor y lanzadera literaria: Manuel Cerezales. Tuvo cinco hijos. Su hija Cristina Cerezales ha sido editora de parte de su obra. Se separaría de su marido en 1970. Su inseguridad personal en el marco de la España franquista lastró su existencia. Se movió desde su viaje a Estados Unidos en 1965 en una extraña conjunción de religiosidad mística y de indefiniciones respecto a sus propias inclinaciones sexuales. Surgen amigos entrañables como Ramón J. Sender con el que se cruza una jugosa correspondencia y unas amigas que le hacen deslizarse por una cierta ambigüedad, como la tenista Lilí Álvarez o Linka, tal y como manifestó el magnífico documental de Imprescindibles: Una chica rara, de Ana Pérez de la Fuente y Marta Arribas.

Su extraña fragilidad y levedad del ser, con la propia conciencia de su rareza, la pasión por el mar y la luz, en contraste con la grisura y sordidez de la época que le tocó vivir, la permanente insatisfacción que le lleva a escribir y romper casi compulsivamente la soledad, mitad deseada, mitad forzada, son sensaciones cargadas de contradicciones que Laforet vivió y sufrió en busca de una felicidad escondida que nunca alcanzó, ni en el techo de su éxito literario. El personaje de la Andrea de su novela Nada la persiguió siempre porque era ella misma y como tal nunca superó ni supo llenar aquella nada ambiental que la envolvía: los “días sin importancia que le pesaban como una cuadrada piedra gris en el cerebro”, la evidencia de que “unos nacen para vivir, otros para trabajar y otros para mirar la vida”, en cuyo tercer grupo ella se integraba, la ambivalencia del premio que llena el alma de vanidad pero comporta la insoportable responsabilidad de estar a la altura de lo que supuestamente se solicita de uno mismo...

Con estos gravámenes a la espalda vivió Laforet desde su juventud y llegó a la vejez agónicamente, con una arterioesclerosis cerebral que la llevó a la tumba en el 2004, aunque ella había muerto mucho antes.