¿Dejará alguna huella en nosotros la crisis del coronavirus y el confinamiento a que obliga? Estos días circulan muchas hipótesis sobre sus consecuencias futuras, tanto en lo que se refiere a la economía como a la vida de las personas, incluso a nuestra forma de ver el mundo.
Por ejemplo, parece que el sentimiento que anima los aplausos diarios al personal sanitario puede reforzar el sistema público de salud como un valor central de nuestra sociedad y, por tanto, lo que llamamos Estado del bienestar.
También se especula sobre los viajes. Que el encierro, piensan, lejos de despertar ansias turísticas a su término, nos puede empujar a apreciar más lo que tenemos cerca y que ahora tanto echamos en falta. Y en la forma de trabajar, porque hay quien sostiene que el recurso a la videoconferencia nos acostumbrará a su comodidad, lo que repercutirá en más teletrabajo evitando desplazamientos.
Cualquiera sabe. La recesión económica, que ya nadie llama así, sino crisis, a secas, iba a provocar la reinvención del capitalismo, según la premonición de Nicolas Sarkozy, el presidente de Francia entonces. Pero no se puede decir que el sistema haya cambiado, y si apreciamos alguna diferencia respecto a aquellas recetas austericidas es porque se ha demostrado que fueron erróneas, palmariamente erróneas; algo que nunca se admitirá porque a continuación habría que poner la chequera sobre la mesa para compensar a los millones de personas que lo padecieron en sus carnes.
Es cierto que en aquel periodo se pusieron en marcha mecanismos para garantizar la liquidez de los mercados que ahora son aprovechables. Pero da la sensación de que no pasaremos de ahí, de que el BCE compre deuda suficiente y, eso sí, de que se olvidarán de los equilibrios presupuestarios. Han dejado de ser sagrados. Alemania, que invitó al Gobierno español a modificar la Constitución en 2011 para evitar el rescate (hasta ahí llegaba su solidaridad), está dispuesta ahora a saltarse sus propios principios básicos. Lo que no hará, ni Angela Merkel ni el resto de los gobernantes del Norte, será aceptar la emisión de eurobonos porque supondría una corresponsabilización (solidaridad) excesiva.
Junto a las repercusiones económicas de la pandemia, la respuesta social al confinamiento a medio plazo empieza a preocupar en algunos círculos que temen la posibilidad de desórdenes entre quienes se vean más afectados por la pérdida del empleo y la consiguiente merma de ingresos. El cambio de opinión sobre las rentas mínimas garantizadas de algunos liberales estaría vinculado a ese temor. La movilización de cantidades ingentes de recursos y la rápida apelación a fórmulas atenuantes como los ERTE estarían igualmente en esa línea, aun y a pesar de que los gobiernos pueden ver cómo el empresariado más piraña de cada sector ya se ha aprestado para ser el primero en beneficiarse. Cabe esperar, por tanto, que el colchón social que prepara el Estado desempeñe un papel amortiguador parecido al que tuvo la familia, incluidos los abuelos, en la anterior y reciente crisis.
¿En qué cambiamos los ciudadanos tras la recesión de 2008, la que se originó en EEUU con las hipotecas basura de su sistema financiero y derivó en otra de deuda pública que echó por tierra las aspiraciones de bienestar de los europeos del Sur? Aparentemente, en nada; en nada que dependa de nuestra voluntad. En España, sin ir más lejos, han aumentado las familias que viven de alquiler: del 14% en el 2007 al 18% en el 2018. Pero no es que nos hayamos hecho más europeos y tengamos menos apego al tocho, solo es que hay menos economías domésticas con capacidad de comprar su vivienda. Menos demanda solvente, como dicen los promotores inmobiliarios. Que hay más pobres que antes, en definitiva, sin que nuestra vocación de propietarios haya desaparecido.
A la misma conclusión podríamos llegar analizando bienes de consumo del estilo de las vacaciones --con los aeropuertos y las autopistas otra vez colapsados-- y los automóviles. Como en 2007, cuando parecía que los Porsche Cayenne se regalaban, nuestras calles vuelven a estar llenas de coches de alta gama adquiridos --o alquilados-- con fórmulas nuevas e imaginativas.
En consecuencia, ¿deberíamos concluir que no aprendemos de experiencias pasadas, o por lo menos que nuestro comportamiento dista mucho de responder a sus enseñanzas? Totalmente.