El moribundo respira, con gran dificultad. Sigue conectado a la máquina de la retórica, pero los dirigentes independentistas, con todos los acentos posibles, admiten en los círculos privados que el error de otoño de 2017 fue de unas dimensiones colosales. Saben que todo lo iniciado desde que se negoció el Estatut de 2006 respondía a una batalla por el poder, por la hegemonía en el campo nacionalista después de la etapa de Jordi Pujol. Y consideran que ha llegado el momento de recuperar la Generalitat porque, en caso contrario, la decadencia y la degradación será tan grande que la mayoría de catalanes, independentistas incluidos, dejarán de creer en sus instituciones.

¿Pero quién será el guapo que desconecte al moribundo? Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) lo tiene claro. Lleva varias decisiones que avalan que llegará a esa conclusión. Para los que siguen rechazando cualquier vía de salida al llamado “conflicto” catalán, se debe recordar que los republicanos han facilitado la investidura de Pedro Sánchez; han aceptado que el presidente Quim Torra pierda su condición de diputado; y llevan dos años resistiéndose a la voluntad de Junts per Catalunya (JxCat) de elegir a Carles Puigdemont como presidente vía telemática. ¿Esquerra ha cometido muchos errores? Sí, claro, pero en algún momento todos deberán dejar de mirar por el retrovisor.

Lo que ha ocurrido en Cataluña en todos estos años no es tan complicado de entender. Se ha producido un cambio generacional, social y geográfico que es más fácil de precisar si se sale de Barcelona. Un cambio político que iba preparando Esquerra, ya en los tiempos de Joan Puigcercós y Josep Luís Carod-Rovira, que las generaciones más jóvenes de Convergència no podían aceptar. ¿Cómo Josep Rull, Jordi Turull, Joaquim Forn, Albert Batalla, Albert Batet o Jordi Cuminal podían admitir que, cuando les llegara la hora, la de los 45-50 años, para mandar y dirigir la Generalitat --es un auténtico caramelo de administración, con muchos cargos y posibilidades para gestionar aunque se diga lo contrario-- la iban a perder en manos de la “gente de comarcas” de Esquerra Republicana?

El resultado fue una cruenta guerra por el poder, máxime cuando comenzaron a aparecer los casos de corrupción de los ‘padres y abuelos’ de los niños convergentes. Ellos no se iban a ‘tragar’ el sapo, y lo apostaron todo por la independencia. Ahora muchos de ellos están en prisión.

El tiempo se ha acabado. Y, aunque será complicado, cansino, con momentos de alta tensión, el independentismo ha entendido la lección. Esquerra quiere ganar las elecciones a la Generalitat, gobernar y decir que un día Cataluña será independiente. Un día. Cuando se tenga la mayoría para conseguirlo.

En el otro lado ocurre lo mismo. Damià Calvet, amigo de muchos de los anteriores citados, en especial de Josep Rull, quiere liderar Junts per Catalunya. Y tendrá el apoyo de aquellos chicos convergentes que rozan o ya han cumplido de sobra los 50 años. Y aparecerán otros. Y el mismo Carles Puigdemont buscará el ruido y la furia, pero ha sido de los primeros que ha pedido una cierta calma en los últimos días para que el presidente Quim Torra no expulsara los consejeros de Esquerra del Govern.

El moribundo está a punto de ser desconectado. Han sido muchos años de tensión, de locura colectiva, de sueños que no tenían ningún sentido, y llega la hora de la salida. Habrá dificultades, claro. Y la relación entre el PSOE y ERC pasará por malos momentos. Pero las dos partes se necesitan. Y los republicanos necesitarán también a los exconvergentes para poder gobernar, dado que no podrán contar ni quieren hacerlo con el PSC.

¿Es más un deseo de intenciones? No, porque hay distintas pruebas. ¿La más importante? Las ganas de aprobar unas cuentas “autonómicas”, de sacar adelante unos presupuestos antes de convocar elecciones, indican que la prosa es más importante que la poesía, que el “país” ya no puede más, que muchos colectivos presionan para que se gestione de una vez, que la broma ha durado demasiado.

El problema es que una parte de la sociedad catalana, nada menos que la mitad, desearía que esos dirigentes dijeran alto y claro que se han equivocado. Y no lo harán. Lo explicitarán a través de hechos, de acuerdos, sin pedir perdón por nada. Y podría estar bien, será pragmático por parte de todos.

Sólo queda un detalle, nada menor. ¿Quién desconectará, con todas las consecuencias, con valentía, con seriedad y profesionalidad al moribundo? Sólo los votantes, y los independentistas en particular, serán los que deberán decidir a quién premian.

Lo que ocurra en las elecciones, cuando Torra las convoque, será determinante para los próximos diez años en Cataluña. Pero antes, todos, --todas las fuerzas políticas-- deberán dejar bien claro cómo, en qué momento, con qué garantías, desconectan al casi ya fallecido procés.