Todo pudo haber sido diferente. Claro. Eso se puede aplicar a todas las circunstancias de la vida. Pero ahora cobra un significado más claro, con las acciones que emprende el Gobierno de la Generalitat. Era un gobierno de todos. Lo pretendía ser. Se apostó por un lema del PSUC, de Josep Benet: som un sol poble. Y fue positivo para la mayoría de la sociedad catalana, desde la recuperación de la Generalitat, y tras las primeras elecciones al Parlament en 1980. Sin embargo, en los últimos años el nacionalismo podría haber enterrado las grandes esperanzas y los activos acumulados a lo largo de estas décadas. ¿Por qué?
El nacionalismo catalán, integrador, un factor de modernización de España, como lo entendió el historiador Vicente Cacho Viu, ha sido desleal con una parte de la sociedad catalana que creyó en aquellos planes destinados a alcanzar un sol poble. Las decisiones unilaterales, el no admitir de forma pública y diáfana los errores cometidos, la exhibición de supuestos agravios, y el menosprecio de España, como algo ajeno, ha provocado algo impensable: el distanciamiento emotivo, la falta de empatía con las propias instituciones catalanas, que se suponían que eran de todos.
Al apropiarse esas instituciones, el nacionalismo, convertido ahora en una suerte de independentismo oportunista, ha comenzado a dejar en el camino a una parte sustancial de la sociedad catalana que no sabe cómo reaccionar cuando ve y escucha a su supuesto presidente, Quim Torra, o al presidente del Parlament, Roger Torrent, o a otros políticos, como Josep Costa, vicepresidente del Parlament, o al propio Carles Puigdemont. Son personajes ajenos, políticos que hablan y se ven por televisión, pero que ya no forman parte de lo colectivo.
La lengua catalana podría correr una suerte parecida. Por ahora no sucede. Se estima la lengua, al margen de lo que se diga en nombre de ella. Pero es cierto, y Benet se llevaría un gran susto, que en todas las encuestas aparecidas persiste una tónica: el porcentaje mayor de independentistas se encuentra entre catalanohablantes, con orígenes familiares catalanes. No hay transversalidad. Es mentira que el independentismo haya traspasado las fronteras de la identidad.
El presidente José Montilla fue el primero en advertir de la posible “desafección” de los catalanes respecto a España, tras la gran bronca que supuso el Estatut. Eso se ha producido, pero alentada por los dirigentes nacionalistas, producto de la batalla interna por la hegemonía política. Lo que se está produciendo, en cambio, es la desconexión de una parte importante de la sociedad catalana respecto a sus propias instituciones. ¿Cómo no iba a pasar, si se asiste a actos institucionales como los de esta Diada, con concentraciones y marchas a favor de una parte, con Torra al frente? ¿De quién es la Generalitat? ¿De quién es TV3?
Todo pudo ser diferente a partir de 1980, si el nacionalismo hubiera entendido que no era necesario gobernar con la finalidad de ir construyendo un pequeño Estado, poco a poco. Si se hubiera apostado por una colaboración leal con los gobiernos centrales desde el primer minuto, con complicidades mutuas, ahora sería, efectivamente, diferente.
Para entenderlo, basta un pequeño ejemplo. Se trata de la interpretación de la guerra de sucesión de 1714. Gran parte de lo que se sabe se debe a las Narraciones históricas de Francisco de Castellví (1682-1757), militar austracista herido en el asedio de Barcelona, que fallece en el exilio en Viena. La lectura del nacionalismo catalán la conocemos, y quedó plasmada en los actos del Tricentenario de 1714, donde, por cierto, tuvo un papel importante Quim Torra, con el gobierno de Artur Mas en 2014. Nada se dijo de Francisco Canals Vidal (1922-2009), catedrático de Metafísica en la Universidad de Barcelona.
Canals tenía una lectura muy diferente de lo que ocurrió, de lo que estaba en juego en 1714. Conservador, católico a ultranza, desagradable y austero, según apuntan algunos profesores que lo trataron, Canals era austracista porque representaba la defensa del antiguo régimen, y no por ninguna cuestión nacional. Para Canals, lector atento de Castellví, los resistentes de Barcelona eran los defensores de la preeminencia del Orden Divino, con una autoridad que estaba bajo los auspicios de la Iglesia, y en el otro lado se dibujaba una apuesta por el Estado moderno, que representaba la ofensiva borbónica. ¿Por qué se esconde ese debate, con una interpretación únicamente nacionalista del asunto? ¿No benefició en realidad a Cataluña ese nuevo orden, con un siglo XVIII que empujó de forma determinante la economía catalana? ¿Por qué no hablan de Canals?
Por eso, tras casi cuatro décadas de proyecto y de discurso nacionalista, sin que se haya logrado ese “un sol poble”, la desconexión interna de la sociedad catalana comienza a ser evidente. ¿Seguro que este era el objetivo en un lejano 1980?