Dirá que es por progresía, izquierdismo o principios ideológicos. Jamás se atreverá a reconocer que le pudo la bisoñez, el apriorismo, el ánimo revanchista y la gestión política infantil. Ada Colau es así: unas lágrimas, un poco de teatrillo amateur y la combinación correcta de populismo revestido de modernidad y feminismo. La alcaldesa de Barcelona mantiene un conjunto de tics políticos que la asimilan, como dos gotas de agua, a los secesionistas. Especialista en los relatos gallináceos ahora ha puesto en su punto de mira a los jueces, justo cuando Pedro Sánchez y Pablo Iglesias intentan tejer un pacto que dé estabilidad y sosiego a la política española.

Todo nace de la fijación de Colau con una empresa de Barcelona. No logra resolver los problemas de seguridad ciudadana de la capital catalana y lo hace peor todavía con la que fue su mayor promesa electoral (solventar los problemas de vivienda). ¿Solución? Inventarse un peligroso y diabólico enemigo para tapar errores e incumplimientos. Es la compañía mixta que realiza el suministro del agua a los barceloneses, un servicio que todas las encuestas ciudadanas valoran con gran consideración y que es un modelo de colaboración admirado por el sector público y el privado. Con la misma obsesión con la que Iglesias aprovecha cualquier ocasión para sacudirle un mamporro público al empresario Florentino Pérez, Colau puso en el disparadero a la compañía Agbar. La mencionaba a menudo como el colmo de sus males y como una especie de engendro maligno del capitalismo al que convenía combatir.

Pinchó en hueso. La compañía plantó cara al atropello que intentaba perpetrar Colau con la complicidad inane del socialismo catalán. A los barceloneses la aventura judicial puesta en marcha por su alcaldesa puede haberle costado unos tres millones de euros, dinero que habría dado mucho juego para aplicar, por ejemplo, a política social de vivienda. Esta semana, el Tribunal Supremo le dijo a la alcaldesa en una sentencia que no tenía razón, que se equivocaba en todas sus peticiones y que había hecho perder el tiempo a la ciudadanía y a la propia empresa con la que tenía pesadillas políticas.

Ella, ni corta ni perezosa, veinticuatro horas después, se lanza a una radio a despotricar de la justicia. Acusa a los jueces de connivencia con las grandes corporaciones y critica “el mal funcionamiento de la cúpula judicial”. Ni un ápice de autocrítica ni tan siquiera una mínima alusión a la división de poderes en sus palabras pudo oírse. Ni tan siquiera un “acataremos la sentencia”, refugio de cualquier político que se precie. Todo lo contrario: un “cambiaremos las leyes” para ganar en el Parlamento lo perdido en los tribunales.

Está por ver si Iglesias aceptaría en su programa de gobierno con Sánchez alguna de estas ideas de bombero de Colau. Sobre todo, conocedor de las aspiraciones de futuro que su socia catalana alberga para ser alguien relevante en la política española. Habrá que ver, a su vez, si el PSOE le compra las fake news a la alcaldesa empecinada en remunicipalizar con criterios más bolivarianos que de democracias europeas consolidadas. Sea cual sea el caso que le hagan, los jueces españoles ya saben que el partido de la alcaldesa-activista mantiene un apriorismo sobre su independencia tan pernicioso como los que acumula sobre la libertad de mercado y la seguridad jurídica.

Esa línea de confrontación abierta contra la judicatura incorpora un nauseabundo tufo de demagogia populista al que el independentismo catalán nos acostumbró en los últimos meses. Y esas irresponsables actuaciones acaban por dar alas a quienes apenas tienen en sus programas políticos la preservación del orden, el respeto a la división de poderes y la estabilidad como ejes básicos salpicados por cuatro medidas involucionistas. A veces no es tan difícil entender las razones por las que la ultraderecha que representa Vox despega. Algunos extremistas contrarios, en su sectaria simplicidad, son los principales proveedores de combustible electoral.