Con menos de 24 horas de diferencia, independentismo y constitucionalismo se han manifestado en Cataluña. La división de la sociedad catalana se ha visto de nuevo reflejada en el espacio público, esa Barcelona central donde unos y otros tratan de que su voz se oiga más fuerte que la del contrario.

Una y otra demostración de fuerza tienen distintas formas y condicionantes. Y también un denominador común: no hay un solo pueblo en Cataluña, como ha quedado patente, aunque algunos pretendan hablar en su nombre. La protesta de los secesionistas cuenta con el respaldo de las instituciones públicas. Incluso sus derivaciones violentas son respaldadas por el actual poder político. Al secesionismo se le ha ido de la mano el control de los cachorros vandálicos y vuelven a demostrar que la CUP y sus aledaños tienen mucha más fuerza real que la obtenida de manera democrática en el Parlamento. El credo que profesan va a la baja, pero aún guarda un buen remanente de fieles. En especial anida fuera de Barcelona y su área metropolitana, en la Cataluña interior, rural y de reminiscencias carlistas.

El constitucionalismo ha superado por un día sus enormes diferencias políticas. Sociedad Civil Catalana (SCC) ha congregado a un enorme contingente de catalanes que, pese a los cortes obstaculizadores de carreteras, trenes y al miedo movilizador, han podido pasear por el barcelonés paseo de Gràcia y sus calles adyacentes ataviados con la mayor reunión pública de banderas españolas que uno pueda recordar. Fueron muchos los asistentes a ese encuentro de ayer, bastantes más de los que contó la Guardia Urbana de la capital en el mismo emplazamiento donde meses atrás siempre cuantificaba millones. Y fueron, sobre todo, mucho más pacíficos y cívicos que una parte de sus antagonistas. Fueron, sobre todo, demócratas.

Bien, pocos, muchos, subvencionados u obstaculizados, la pregunta sigue latente: Y, ahora, ¿qué? De esa forma tan simple trasladé la cuestión, una vez concluida la manifestación de SCC, a los tres principales partidos que defienden la Constitución y cuentan con representación en la Cámara catalana.

El más raudo en responder a la incógnita planteada fue Miquel Iceta, primer secretario del PSC. A su juicio, lo que viene ahora tiene cinco vértices de actuación. Los relaciono a continuación: “1) Asegurar el cumplimiento de la ley y garantizar el libre ejercicio de los derechos de todos los ciudadanos. 2) Asegurar en todo momento la seguridad ciudadana. 3) Exigir al Gobierno de Cataluña y a su presidente que gobierne para todos. 4) Si el Gobierno de Cataluña quiere hablar en nombre de todo el país debe escuchar primero al conjunto de fuerzas políticas y no solo a las independentistas. 5) El diálogo dentro de la ley requiere una renuncia previa a toda iniciativa unilateral o ilegal”.

En nombre de Ciudadanos, la cuestión la respondió Juan Carlos Girauta, diputado en el Congreso y miembro de la comisión de Defensa: “Ahora, a esperar que pronto los cálculos electoralistas del Gobierno dejen paso a su responsabilidad histórica; envíe Sánchez su requerimiento a Torra; ponga en marcha el 155; destituya al Govern; tome el control de las cuentas de la Generalitat;, de los Mossos d’Esquadra y de los medios públicos durante todo el tiempo necesario; impida que el espacio público y las dependencias públicas ostenten simbología ideológica, y a cumplir la ley, las sentencias, y a mantener el orden público. No hay más”.

El presidente del PP en Cataluña, Alejandro Fernández, no tardó muchos más minutos en responder que sus colegas: “El programa 2000 de construcción nacional de Pujol ha fracasado. Ha destruido la unidad civil de la sociedad catalana y no ha logrado su objetivo de crear un nuevo Estado. Cataluña necesita un gobierno por primera vez no nacionalista. Todos lo esfuerzos deben ir dirigidos a ese objetivo, porque cualquier atajo que pase por dar más competencias y recursos al nacionalismo agravará el problema”.

Consultados socialistas, liberales y conservadores, por usar las definiciones tradicionales de estos partidos (quizá hoy desdibujadas), después del encuentro constitucionalista de ayer los tres coinciden en una única idea: no hay posibilidad de darle juego al nacionalismo para abrir una nueva partida en el sentido clásico y ejercido hasta la fecha. Los tres admiten de manera explícita que la ruptura de Cataluña es un hecho irreversible, sobre el que no caben determinados diálogos equívocos y que una vez pase el 10 de noviembre --y conozcamos la composición del Congreso de los Diputados-- a las negociaciones para formar un nuevo gobierno en Madrid debe sumarse la necesidad real de combatir el secesionismo en Cataluña. Que vista la reacción del independentismo a la sentencia del Supremo y sus ramificaciones de violencia callejera no caben otras prioridades en la política española que no pasen por garantizar la unidad nacional, la defensa de la ley y el estado democrático social y de derecho.

Y si existe algún resquicio para el diálogo, que todos ellos admiten en privado que acabará conformando la solución, debe ejercerse con un previo acto de contrición de los soberanistas en el que renuncien a obrar de manera unilateral, sin contar con la aquiescencia social mayoritaria que determina el cumplimiento de las leyes vigentes, incluso para reformarlas.

Así, las decenas o centenares de miles de catalanes que ayer expresaron en la calle su hartazgo sobre el proceso separatista habrían conseguido uno de los propósitos menos explicitados de la manifestación: unificar al variopinto constitucionalismo catalán, que hasta la fecha sólo ejerció una acción común los días 6 y 7 de septiembre de 2017 en la Cámara autonómica, en su propósito. Y eso no es tan complejo: recuperar una unidad de acción que sus adversarios no han perdido ni un solo minuto, ni tan siquiera pese a que ERC y Junts per Catalunya atraviesan su peor momento en el matrimonio de conveniencia que firmaron en su día.

Para responder en la calle, para responder en un futuro parlamento catalán, para frenar los delirios nacionalistas, el constitucionalismo debe mantener un mínimo denominador común pese a su diferente origen y a la transversalidad que encierra. Quizá esa fuera la única y quizá la mayor y más esperanzadora consecución de la manifestación de ayer. Dicho de otro modo, el hecho de que los partidos que defienden la democracia española y su Constitución desfilaran en un mismo espacio es una pequeña victoria en esa especie guerra en la calle que hoy se libra en la Cataluña antaño pacífica y sensata, devenida hoy en una mala caricatura de su historia.