El pasado 6 de septiembre, Manuel Valls visitó Crónica Global. Durante dos horas charlamos con él para conocer cuáles eran sus propósitos e intenciones. Camisa blanca perfectamente planchada, americana oscura aparcada en el respaldo del asiento para evitar el calor incómodo, corte de pelo impecable y hasta el flequillo controlado, ojos saltones y manos inquietas mientras hablaba daban fe de que ese perfecto estado de revista era el prolegómeno necesario para librar una batalla. No era un spot de desodorante. Era el anuncio corporal de que va en serio, sin medias tintas, con suficiencia y seguridad personal, a la conquista de su nuevo reto personal y profesional.
Con todas las prevenciones que sean necesarias, Valls ha logrado en apenas unas semanas pegarle un meneo de aúpa a la política catalana. Mañana hará oficial lo que ya es público y notorio: promueve una candidatura personal para disputar la alcaldía de Barcelona. No será el candidato de nadie, sino el político que aspira a abanderar una transformación tanto de la ciudad como de las estructuras políticas de la comunidad autónoma.
Durante unos meses, Manuel Valls Galfetti (Barcelona, 1962) ha consumado una extrema actividad en España. Ha explicado su proyecto, ha escarbado en la financiación, ha sopesado las ventajas e inconvenientes y ha decidido, al fin, echarse al monte. Aún es diputado socialista en Francia, aunque pronto anunciará su salida del país en el que transcurrió la mayor parte de su carrera y ocupó la alcaldía de Évry (2001-2008), el Ministerio del Interior y ejerció como primer ministro (2014-2016).
El aterrizaje en la Ciudad Condal de un francés que es un animal político ha logrado, de entrada, exaltar el plano encefalograma de una adormecida capital catalana. Mientras la ciudad se deprimía velozmente por la incompetencia del actual equipo de gobierno, su decadencia arrastrada se amplificaba. ¿La razón? Haberse convertido en la última década en el epicentro tanto físico como conceptual del debate nacionalista.
La alcaldesa y su equipo han salido en tromba a tildarlo de “fracasado”. Fundamentan su argumentario en cómo se apeó del liderazgo en su país. Le pregunté a bocajarro al candidato qué le parecía el epíteto que le dedicaba Ada Colau. Sonrió con sorna. Explicó su currículum, los éxitos en los años en los que se dedicó a la trinchera francesa y, por fin, respondió: “Si eso es ser un fracasado, ya me dirá que son los demás”. No se olvidó de constatar que sólo tiene 55 años.
Colau supura miedo en su voz cada vez que utiliza el sustantivo fracaso para referirse al que será su principal oponente en mayo de 2019. Por dos razones: porque teme sus posibilidades reales de arrebatarle la alcaldía y por, otro lado, parece sentirse aludida por la semántica del término. Ella que iba a arreglar la situación de la vivienda, el turismo, ponernos en el mapa internacional, hacer la ciudad más igualitaria y social, convertirla en una urbe segura y de los ciudadanos llega al final de su mandato victimizada y con más borrones que laureles. Es obvio que lo del fracaso la hace sentirse concernida, a ella y a sus lugartenientes sectarios Gerardo Pisarello, Jaume Asens y Eloi Badia, el cuarteto de las barbaridades vendidas en forma de progresía de mercadillo. De ahí la utilización del fracaso ajeno tan reiterada en las últimas semanas.
Me permito relatarles otra anécdota porque tiene pintas de categoría. A finales de mayo pasado compartí una amigable y extensa conversación con Alfred Bosch, jefe del grupo municipal de ERC en el Ayuntamiento de Barcelona. Una vez ha sido descabalgado del primer lugar de la candidatura de su partido a las próximas municipales, en las últimas horas rememoré aquel encuentro que tuvo lugar en la cafetería de un hotel de la barcelonesa calle de Bergara. No pude menos que enlazar el nomenclátor con el abrazo de Vergara que los generales Espartero (isabelino) y Maroto (carlista) se dieron ante sus tropas para poner fin a la primera guerra carlista en 1839. Imaginaba a Bosch y Ernest Maragall, que siempre será el Tete, dándose el testigo bajo la observación atenta del aparato republicano. Habida cuenta de que Bosch no mencionó ni en un solo instante de nuestra conversación la posibilidad de dar un paso atrás --de hecho, comentó con optimismo el resultado favorable que la encuesta que Crónica Global acababa de publicar otorgaba a su candidatura--, el abrazo que ha recibido no es el de Vergara, sino más bien el del oso.
Con Colau pidiendo tila y un septuagenario como Maragall de candidato republicano, las opciones de Valls se incrementan. Escucharle hablar de la ciudad en términos conceptuales, de proyecto futuro, de hitos, de cosmopolitismo, de progreso real en materia económica y social será mucho más atractivo para los electores. Sobre todo si se compara con el debate que nos traerán los candidatos clásicos: Barcelona capital del independentismo sí o no, manteros, pisos y alquileres carísimos y cómo joder la industria turística antes de que engulla de manera definitiva la ciudad. Las finanzas municipales no tienen el menor interés en una ciudad rica y con superávit --aunque los gestores colauitas sean incapaces de explotarlo-- y los debates sobre los grandes eventos como el Mobile se han borrado del registro de lo políticamente discutible.
Valls ha fastidiado a todos los partidos porque, al igual que Manuela Carmena en Madrid, los ha superado. Tiene garantizado el apoyo del PSC postelecciones, pero no le ofrecerán ni agua en los prolegómenos. De ahí que el candidato haya decidido incorporar a su lista a alguna figura emblemática e indiscutible del socialismo barcelonés con objeto de pescar en ese río sociológico y electoral. “Yo soy socialista”, nos decía en el encuentro. Insistía una y otra vez en ello. “Cómo voy a pelear con Jaume [Collboni] si somos dos socialistas”, remataba para dejar claro que no todo estaba dicho, al menos por su parte.
Valls sorprenderá como candidato porque acabará recitando a sus adversarios de memoria y en orden alfabético los distritos de Barcelona. Por su condición de bestia electoral se sumergirá en mercados, calles, actos y entidades con la misma fruición que ha utilizado este verano para convencer --con alguna bronca incluida-- a la insatisfecha sociedad civil de la ciudad. Hará imposible que esgriman en su contra la condición de forastero que algunos ya intentan afearle. Y, puestos a reflexionar sobre su aportación antes incluso de ser candidato, a la ciudad es posible que el revulsivo Valls, con sus planes de resucitar la Gran Barcelona con sus relaciones metropolitanas y los grandes hitos al estilo de las Olimpiadas del 92, le convenga para extraerla de la tumba de vulgaridad cultural y mediocridad cívica en la que fue sepultada desde los últimos años de mandato socialista hasta nuestros días. El candidato no jugará al nacionalismo sí o no. Procurará presentarse con una filosofía más global. De alianzas de ciudades (la jerezana Anne Hidalgo es alcaldesa de París en una especie de reverso de la situación barcelonesa), de la Europa de las grandes conurbaciones, de las relaciones metropolitanas en un espacio abierto. Cuenta con experiencia suficiente y ambición todavía natural y espontánea para lograr ese cometido, algo que se echará en falta en otros candidatos con los que competirá.
Ciudadanos y el PP están aún reponiéndose del incipiente fenómeno Valls. Unos auspiciaron la candidatura en la creencia de que podrían controlarla. La bisoñez de Albert Rivera e Inés Arrimadas ya se materializó en un episodio anterior: tras resultar la lista más votada el 21D fueron incapaces de mostrar su alternativa a la ciudadanía que les dio apoyo, propiciando de manera inmediata que el independentismo recuperara la iniciativa de nuevo en el escenario catalán.
Desde el PP aplaudían la iniciativa de Valls en silencio. No descartan que puedan integrarse en clave constitucional, más cuando las encuestas les señalan como próximos a desaparecer del consistorio. Pablo Casado, el nuevo rector del partido, tiene la última palabra. Pero, en ese marco, el candidato hispano francés tiene vida propia. No parece dispuesto a dejarse llevar por nadie que no sea un chófer profesional.
De momento, Valls avanza removiendo un escenario que se caía a pedazos y obliga a sus adversarios a aplicar decisiones imprevistas. Lo de ERC y Maragall ha sido apenas el primer paso. Los restos del PDeCat y de lo que se acabe llamando el invento de Carles Puigdemont deberán espabilar para mantener una posición municipal que no resulte también de destierro. Hasta Miquel Iceta y Salvador Illa se verán obligados a repensar parte de la estrategia que habían elaborado para el socialismo catalán hasta la fecha. Los mentideros barceloneses hierven con los nombres del exalcalde Jordi Hereu o de la concejal socialista Montserrat Ballarín como potenciales relevos de Collboni al frente de la candidatura.
Lo cierto es que el hombre de la camisa blanca despierta algunas esperanzas. La euforia no ha llegado, porque el propio interesado se encarga de conjurarla. Propios y ajenos, todos, sin excepción, ya bailan al son que marca Valls. Eso es así de incontestable, como también lo es que su figura es la del candidato que más difícil tendrá convertirse en alcalde de Barcelona con independencia del apoyo que obtenga.