Me hacen gracia algunos de mis conocidos más críticos con el turismo cuando justifican su posición. Todos coinciden en que hay que regular esta actividad, lo que traducen en limitar el número de viajeros a los que se les permita viajar a nuestro país por placer.
Más allá de que esto es harto complicado en un mundo globalizado como el actual (e imposible cuando nos referimos a turistas internos españoles o procedentes de los países de la Unión Europea, en la que rige la libertad de circulación), todavía es más asombroso el criterio planteado para realizar la selección de los elegidos para pasear por nuestras calles: que vengan aquellos que más dinero nos dejen, exigen de forma casi unánime.
Es decir, que como no quieren un turismo masificado, optan por escoger a los ricos de forma preferente y prohibir a los pobres disfrutar de nuestras playas, plazas, monumentos, bares y restaurantes.
Pero lo más curioso de todo es que la mayoría de los que proponen este particular sistema de numerus clausus alardean públicamente de ser personas de izquierdas o socialdemócratas.
Hombre, yo pensaba que ser de izquierdas o socialdemócrata implicaba la reivindicación de la mejora de las condiciones de vida de todos los habitantes del planeta, entre ellas, la posibilidad de disfrutar de viajar durante las vacaciones. No me parece que asumir lemas como “no queremos que los pobres vengan a nuestras ciudades” o “pobres go home” sean compatibles con los valores de la igualdad y el progreso.
Hace un par de generaciones no existía el turismo masivo porque solo podían viajar los ricos. Ahora que, afortunadamente, una gran parte de la población puede permitirse viajar, no vale quejarse. O, al menos, no es muy coherente hacerlo si te consideras una persona de izquierdas.
Claro que esos socialdemócratas de boquilla son los mismos que se quejan del turismo masivo cuando ellos también viajan en cuanto tienen oportunidad, aunque entonces no se consideran a sí mismos turistas masivos. ¡Qué huevos tienen!