El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha defendido en el Congreso de los Diputados la necesidad de controlar a los medios de comunicación. No ha desvelado qué medidas tiene en mente para ejecutar este golpe a la libertad de expresión, pero ha confirmado que el lastre a la calidad democrática se hará a través de los recursos públicos.
Porque, en el fondo, lo único que busca la medida es acallar las voces críticas con el actual Ejecutivo. Y el principal signo de que un Estado funciona con todas sus garantías es que los gobernantes se sometan a la fiscalización ciudadana; y esta es la razón de ser de los medios de comunicación, ejercer su función de cuarto poder sin ataduras. La libertad de cualquier proyecto periodístico se encuentra en la última línea de su cuenta de resultados y en la diversificación de las vías de ingresos, sin dependencias.
Sánchez se equivoca al lanzarse contra la libertad de expresión por razones más personales que políticas. Es su fallo de base. Adentrarse en el jardín de cómo las Administraciones Públicas riegan a los medios que más les interesa, por ser amigos o porque les tienen miedo, es un síntoma de debilidad política. Y lo hace un Ejecutivo y un partido que no son precisamente un ejemplo de buenas prácticas. Ni el Gobierno ni las autonomías controladas por los socialistas ejecutan con transparencia, rigor y justicia equitativa el reparto de dinero público entre los diferentes productos periodísticos de los territorios.
Al PSOE le falta valentía en este capítulo. Si de verdad desea acabar con el reparto discrecional y arbitrario de subvenciones a proyectos mediáticos que alteran el mercado y generan agravios permanentes en un sector delicado -que tiene pendiente su gran transformación- debe recurrir a criterios objetivables. ¿Cómo? Limitándose a financiar los medios públicos y circunscribir la participación de las administraciones en proyectos privados a las verdaderas campañas de publicidad de servicio público, no al autobombo habitual. Y la inversión en este capítulo debería ser contrastable, basarse en la audiencia, el empleo o la solvencia empresarial, entre otras cuestiones. Hoy no lo es.
No es lo mismo un blog creado sólo con el objetivo de divulgar fake news o ganar dinero gracias a la publicidad programática con pseudonoticias muy trabajadas desde el perfil SEO que el trabajo que realiza un medio digital serio, por muy crítico que sea con el gobierno de turno. Es sencillamente cínico meter todos estos proyectos en el mismo saco. Y Sánchez ejerce de trilero al ejecutar una tabla rasa y anunciar, sin desvelar cómo, que el Gobierno los "controlará" como la máxima muestra de que ellos sí son un faro de las buenas prácticas democráticas.
El papel de las administraciones en apuntalar a la industria de los medios de comunicación debe ser como el que se practica en cualquier otro sector. Existen ejemplos próximos de cómo se puede participar de una forma lo más neutra posible en soportar una actividad que genera muchos empleos y volumen de negocio en el país. El espíritu de participación pública tendría que ser similar al aplicado en los programas de apoyo a las industrias automovilísticas o cárnicas, por hablar de dos sectores punteros en España.
La legislación española es solvente a la hora de perseguir las noticias falaces que se publican con una intencionalidad real de desprestigio, como asegura sufrir la administración Sánchez. El presidente y el resto del Gobierno pueden recurrir a los tribunales para defender su honorabilidad; cualquier otra alternativa, sólo lastrará la calidad democrática de España.