La única verdad indiscutible emanada de las últimas elecciones municipales en la ciudad de Barcelona es que todos aquellos que aplaudían la propuesta de ciudad de la alcaldesa en funciones la votaron. Barcelona en Comú, la formación liderada por Ada Colau, cosechó 131.594 apoyos de otros tantos barceloneses, el 19,77%, pero ni uno más. Nunca ha representado mucho más de una quinta parte del electorado local.

Otras candidaturas recibieron el voto por razones diversas, no siempre centradas en la ciudad. Es el caso de Junts per Catalunya, con Xavier Trias al frente y escondiendo las siglas, que además del voto de sus incondicionales hiperventilados también colectó una parte de los sufragios de centro-derecha, nacionalistas moderados, hartos de los ocho años de comunes y de su obra de gobierno. Ilusionados, incluso, por el regreso de una versión, un remake, del pujolismo de toda la vida. En total, el 22,42%. Similar sucedió con el PSC y Jaume Collboni, que fue visto como una prolongación útil del partido socialista ponderado que construye Salvador Illa para Cataluña. Incluso se benefició de una parte del hartazgo con Colau sin que se penalizara su condición de cooperador necesario durante ocho años. A ERC también se la votó, menos que hace cuatro años, en clave independentista. En campaña, a diferencia de Trias, Ernest Maragall parecía una agotada comparsa de Colau. Y, por supuesto, la mejora del PP tuvo que ver con la extinción y derribo de Ciudadanos, como sucedió en parte con el voto cabreado que tuvo a Vox como destinatario final.

La situación de gobernabilidad para la Ciudad Condal es de tal complejidad que dos semanas después de celebrarse los comicios todavía sigue sin cerrarse pacto alguno y las posibilidades están más abiertas y alambicadas que nunca. Trias fue el candidato más votado y obtuvo 11 concejales. La mayoría absoluta se sitúa en 21 regidores. Entre dos formaciones políticas, las únicas que suman ese guarismo son los posconvergentes más los socialistas. Cualquier otro arreglo pasa por poner de acuerdo a tres o cuatro partidos.

Colau intenta retener para su gente cotas de poder, que una vez acostumbrados no les disgusta. Desde el primer momento abogó por un pacto de las izquierdas, con socialistas y republicanos. La cosa no sonaba del todo mal porque la alcaldía sería para un razonable Collboni. Lo incierto era si comunes y ERC debían incorporarse a ese gobierno municipal. Por medio llegó Pedro Sánchez y su convocatoria electoral. Por si todavía quedan dudas, los de ERC han demostrado que lo de progresistas es más una marca histórica que una realidad presente con líderes como el beato Oriol Junqueras: la patria pasa por encima de todo, incluso de la gestión municipal, y para ellos resulta preferible un gobierno independentista que cualquier otra fórmula. Catalonia first.

Si Collboni consiguiera el apoyo de los comunes para ser alcalde debería saber que darles entrada en el cartapacio municipal reproduce una situación abominable que los electores han decidido dar por finiquitada. Que Colau y sus concejales –que tanto daño han infligido al orgullo y evolución de la ciudad durante sus mandatos— se mantuvieran con responsabilidades de gestión sería un enorme despropósito. Collboni debe de ser juicioso: su alcaldía no puede ser adquirida a cualquier precio. Es más, Illa debe de ser consciente de que las municipales han sido una primera vuelta de las autonómicas futuras, en las que tiene posibilidades reales. Un ansia desmedida de poder o unas imprudentes alianzas cortoplacistas pueden resultar el preludio de un nuevo fracaso o de otra sumisión de la Cataluña plural y diversa al nacionalismo identitario y excluyente. Si quieren el apoyo podemita, que lo obtengan para la investidura. A partir de ahí, gobiernen en solitario la ciudad con acuerdos concretos para cada asunto, como sugiere el PP de Daniel Sirera. Colau y los suyos son perfectamente dispensables para mirarse durante cuatro años la ciudad desde la oposición. Ahorraremos, de paso, los salarios de sus familiares y amigos, todos bien amamantados de la ubre municipal durante este tiempo.

Trias y Collboni suman una mayoría absoluta que tiene total sentido. Ese pacto, una versión actualizada de la sociovergencia, ya existe en la Diputación de Barcelona y ninguno de los dos partidos ha emitido la mínima queja sobre su funcionamiento. Es el núcleo central de la sociedad barcelonesa, y catalana por extensión, la zona de orden, el espacio tibio de una población escarmentada por extremismos de todo tipo.

En el cambio de cromos y de alianzas que realizan los partidos desde que se votó el pasado 28 de mayo, Barcelona no puede ser pieza de canje. Trias ha vencido a los puntos y para él y para Collboni la unión entre ambos es la solución realista a la gobernabilidad. El contrapoder y el equilibrio que ejercerían ambos partidos darían un resultado de estabilidad con el que recuperar el tiempo y las oportunidades perdidas en ocho años. Incluso después de las elecciones generales (más si como se intuye arrojan un cambio en la titularidad de la Moncloa) será mucho más sencillo para los nacionalistas justificar el pacto con el PSC. El enemigo común será otro y el contexto político, distinto.

Barcelona no debe ser la moneda de cambio de ninguna unión temporal. Tras dos mandatos de activismo instalado en el poder local ha llegado el momento de regresar a la política en un sentido integrador y conciliador. La ciudad debe reconquistar el entusiasmo y la proyección. Barcelona, la prodigiosa y cosmopolita urbe mediterránea de siempre, tiene derecho a recuperar el orden; la seguridad, de las personas y las empresas; el urbanismo propio y envidiado en el mundo; el espíritu emprendedor y vanguardista; la mirada hacia el futuro que se cargó Colau con el pretexto de pasar cuentas con el pasado. No, Barcelona no es un espacio en el que sirva cualquier transacción. No cabe otra algarabía como la provocada por Manuel Valls hace cuatro años. Gobernarla es legítimo, pero no es de recibo hacerlo a cualquier precio. Trias y Collboni, o Collboni y Trias, deben ser conscientes de que esa es la principal responsabilidad que recae ahora sobre sus espaldas.