Hace tiempo que el mandato de Rafael Ribó está caducado. De hecho, ERC, Junts per Catalunya y PSC pactaron que sería sustituido por Esther Giménez-Salinas, cerrando así el capítulo más largo y polémico de esta institución. Largo, porque Ribó asumió el cargo en sustitución de Anton Cañellas en 2004. Es decir, que el exdirigente de ICV lleva 18 años ejerciendo de defensor del Pueblo catalán gracias a un pacto con el PP. Como lo oyen. Polémico porque durante este tiempo, ha estado al servicio del independentismo.
Ribó debe al exdiputado popular, Francesc Vendrell, hombre afín al entonces presidente del PPC, Josep Piqué, la enmienda a la reforma de la ley del Síndic que le dotó de más competencias y alargó su mandato de cinco a nueve años. A cambio, fichó a Vendrell como responsable de Consumo y Territorio de la Sindicatura. Corría el año 2010, cuando Artur Mas asumió la presidencia de la Generalitat y pactó con el PP durante dos años consecutivos los presupuestos catalanes.
Desde entonces, el procés mediante, las cosas han cambiado mucho. También los principios del propio Ribó, cuyos trabajos como ombudsman han blindado el independentismo institucional de ERC y Junts per Catalunya. El ecosocialista pasó de promover los valores internacionalistas de la lucha de clases a ejercer de defensor de un solo pueblo, el nacionalista, separatista, oficial y acomodado, relegando a un plano marginal a todos aquellos catalanes que no quieren la ruptura o que apoyan el bilingüismo imperante en Cataluña.
Su reciente informe, último servicio a la causa secesionista, es una oda a la inmersión, previsible por otro lado, porque, según dice, los alumnos ya hablan en castellano en la escuela y en el comedor. Lo dice el autor de estudios, muy buenos por cierto, sobre la segregación escolar. Ribó ha denunciado esas desigualdades sociales que chocan con el negacionismo institucional, aquel que relativiza y no prioriza la lucha contra una pobreza galopante en Cataluña. El Síndic ha advertido en varias ocasiones sobre la situación de alumnos con problemas socioeconómicos, muchos de ellos de origen inmigrante, y la necesidad de reforzar la escuela pública para evitar guetos.
En paralelo, Ribó avala una especie de apartheid lingüístico en el que los niños que juegan, piensan o sienten en castellano deberían reprimirse en aras al fomento del catalán, lengua vehicular o propia. La lengua materna no existe para los paladines del monolingüismo, aunque solo se acuerdan de ella cuando tienen que declarar ante el Tribunal Supremo. ¿Plurilingüismo? ¿Riqueza cultural? ¿Patrimonio de todos? Eso queda para quien se pueda pagar una escuela privada, esto es, el propio consejero de Educación, Josep Gonzàlez-Cambray, que lleva a sus hijos a una escuela donde no hay inmersión.
Dicho de otra manera, el Síndic entiende que defender el catalán pasa por atacar al castellano, que no merece ni un 25% de horario lectivo. Ribó bendice la existencia de catalanes de primera y de segunda categoría, etiquetando el castellano, también él, como lengua de colonizadores que hay que acotar a la hora del recreo. ¿Cómo llega el exdirigente comunista a esa conclusión? Pues porque en los últimos tres meses se ha dedicado a fiscalizar la lengua que utilizan los menores en las escuelas mediante una encuesta copatrocinada por Cambray.
Pocos dudaban de cuál sería la conclusión, pero ajenos a la realidad y al hecho de que es perfectamente viable esa conjunción lingüística que proponen los tribunales. Alegan quienes sacralizan la inmersión que un criterio jurídico no puede imponerse al pedagógico. Pero es que, durante tres décadas, los sucesivos gobiernos no han querido abordar la cuestión. La inmersión no se toca, pero el catalán retrocede. La lengua catalana superó el franquismo, pero no la democracia, parecen sostener. Solución, imponemos una de las dos lenguas oficiales a generaciones que no saben lo que es la dictadura, pero sí el aumento del paro y del precio de la vivienda.
El defensor del pueblo actual es el ejemplo paradigmático de hasta qué punto las instituciones catalanas son permeables a la ideología nacionalista, de cómo se puede practicar el relativismo en la defensa del bien común, de cómo se apela a los derechos humanos para proteger solo a los ciudadanos que comulgan con una causa. El defensor del pueblo independentista deja una tarjeta de presentación de lo más lamentable.