La mentira ha sido una constante en la construcción de los argumentos del nacionalismo catalán a lo largo de las últimas décadas. Y lo sigue siendo. Los ejemplos darían para escribir varios libros.

En Cataluña se ha vendido la Guerra de Sucesión de principios del XVIII como una Guerra de Secesión (y que Rafael Casanova era un líder independentista). Se ha asegurado que el derecho internacional respaldaba la celebración de un referéndum de independencia en Cataluña. Se ha garantizado que, tras una hipotética secesión unilateral, Cataluña formaría parte de la UE automáticamente. Y se ha afirmado que la Generalitat ha tenido 132 presidentes.

También se ha afianzado la idea de que Cataluña sufre un déficit fiscal permanente e inédito a nivel mundial. Que los modelos federales cumplen el principio de ordinalidad fiscal. Y hasta que en Alemania la solidaridad interterritorial entre los länder está limitada al 4% del PIB. O incluso que la disposición adicional tercera del Estatut obligaba al Gobierno a invertir en infraestructuras en Cataluña en proporción a su PIB relativo.

A mí mismo me ha respondido un portavoz del Govern con rotundidad en una rueda de prensa --no hace demasiados años-- que el Tribunal Constitucional había avalado el modelo de inmersión lingüística escolar obligatoria exclusivamente en catalán que se aplica en Cataluña.

Todo patrañas. Y todas ellas han quedado desmontadas.

Esta semana podemos sumar a la lista de mitos del nacionalismo catalán desmantelados otra falacia: la de que el uso de las lenguas en la enseñanza no es una cuestión de porcentajes.

El martes pasado, el Consejo Ejecutivo del Govern anunció el estudio de un plan de “fortalecimiento de la lengua catalana en el sistema de conocimiento” que “tiene como objetivo consolidar el uso del catalán en el sistema universitario”. Y, más concretamente, “fija el objetivo de un 80% de docencia en catalán en los grados” de las universidades catalanas, que en la actualidad se sitúa en el 70,5%.

De esta forma, la propia Generalitat se desmentía a sí misma. Son muchos los consejeros de Educación que han repetido una y otra vez que no había que fijar un porcentaje de docencia en castellano porque iba en contra de los criterios pedagógicos.

La exconsejera Irene Rigau (al frente del departamento en 2014, la primera vez que la justicia fijó un mínimo del 25% en castellano) apeló a ese argumento innumerables veces. Y lo sigue haciendo. El actual consejero, Josep Gonzalez-Cambray, también lo utiliza con frecuencia. “No va de porcentajes. Va de pedagogía”, clamaba en noviembre pasado para rechazar el bilingüismo ordenado por los tribunales.

Este martes, en la rueda de prensa posterior al Consejo Ejecutivo, la portavoz del Govern, Patrícia Plaja, fue preguntada por esta contradicción. Pero no supo qué contestar, más allá de balbucear de forma imprecisa que “son temas distintos”, “son departamentos distintos” y “no podemos mezclar cosas que no tienen nada que ver”.

Y no me extraña que la pobre Plaja no supiera qué decir. El rechazo a impartir un porcentaje de la educación en español nunca fue por motivos pedagógicos, como siempre se argumentó, sino que respondía a un proyecto nacionalista en el que el catalán debía ser la lengua única de la administración y la enseñanza.