Ruego y pregunta. Sería de agradecer que nuestros gobernantes se abstuvieran de acudir al lugar de un siniestro para hacerse la foto si nada tienen que aportar. ¿Era necesario que el conseller de Interior, Joan Ignasi Elena, convocara a los medios para decir que nada sabe de una lista de locales okupados y conflictivos? ¿Qué aporta la alcaldesa de Barcelona Ada Colau cuando culpa a los bancos de una tragedia, sin aclarar la actuación de los servicios sociales?
Ocurrió el martes, tras confirmarse la muerte de cuatro personas de una misma familia en un local de la plaza Tetuán. Ambos cargos se erigieron en portavoces de sus respectivos gobiernos simplemente para cubrir una cuota mediática. Como si la pobreza fuera fotogénica. Nunca lo fue. A pesar de la obra de algunos fotógrafos de relumbrón. La mayoría de los ciudadanos giramos la cara cuando vemos a los desamparados. No les queremos como vecinos. Instalamos artefactos que recuerdan las torturas medievales en los accesos a los párkings para evitar la pernoctación de los homeless. Pero los políticos corren veloces a posar ante las cámaras en los escenarios de la desgracia.
Seguramente era prematuro avanzar hipótesis y conclusiones. Por tanto, la comparecencias de Elena y Colau eran absolutamente prescindibles. Estuvieron al pie del cañón, eso sí, no como ilustres convergentes ausentes en momentos críticos, como la exconsejera de Gobernación, Maria Eugènia Cuenca --estaba jugando al golf cuando se declaró un incendio con víctimas mortales en 1994, lo que le valió el cargo-- o el mismísimo expresidente Artur Mas --que se hallaba en una discoteca cuando se desencadenó un fuerte temporal de nieve en 2001--.
Lo ocurrido la fatídica madrugada del martes demuestra la incapacidad de las administraciones para responder al aumento de la pobreza en Cataluña, desbocada desde la pandemia, con medidas eficaces y transversales. Aquí no valen disputas políticas. Y tampoco ideológicas, pues relativizar el movimiento okupa, como Colau viene haciendo desde hace tiempo, no solo ha resultado ineficaz para resolver el problema de la vivienda, sino que lo ha acentuado, pues las mafias que trafican con personas campan a sus anchas.
Dicho de otra manera, impedir los desahucios evita situaciones traumáticas, lo cual es necesario, siempre y cuando eso sea el primer eslabón de una cadena de actuaciones que culminen en la reinserción social de las personas vulnerables. Pero esa cadena está rota. La alcaldesa se niega a establecer un verdadero diálogo con entidades bancarias y vecinales, y aunque hace tiempo que se envainó sus proyectos para reducir la Guardia Urbana a la mínima expresión, Colau se ha inhibido de ese negociado, pues para eso está Albert Batlle, teniente de alcalde de seguridad gracias al pacto de PSC con los comunes.
Colau, que siempre había derivado las culpas al Gobierno español en materia de escasez de vivienda, tuvo que cambiar de estrategia cuando Unidas Podemos pactó con el PSOE. Giró el foco entonces hacia el Govern que, en efecto, lleva años haciendo negocio con el parque público de vivienda. En lugar de retenerlo, los convergentes se dedicaron a subastar y vender pisos de titularidad pública. Ya bajo la presidencia de Pere Aragonès, los neoconvergentes mantienen esas competencias bajo el paraguas de la Consejería de Derechos Sociales.
El nuevo gobierno asegura que, esta vez sí, mejorará al acceso a la vivienda será prioritario. Pero aquí entra en juego un cruce de intereses, pactos políticos y concesiones que complican ese objetivo en particular, y la lucha contra la pobreza, en general. La CUP, socia de Aragonès --al menos lo era hasta que votó en contra de sus presupuestos--, es radicalmente contraria a los desahucios y al modelo policial catalán. Y los comunes de Colau, que han pasado a sustituir a los antisistema como aliados de ERC, comparten ese ideario. Y al poner el foco en esas cuestiones, distraen de lo importante, de la búsqueda de fórmulas con las que combatir las desigualdades sin apriorismos, sin maximalismos, sin criminalizar a todo un cuerpo policial. Exigir conductas éticas es imperativo. Confundir el movimiento squatter con la desesperación de familias que no tienen nada y caen en manos de bandas criminales, es intolerable.