Escuchar de los que más saben para aprender se aplica desde la más tierna infancia, pero la edad y el ego no siempre lo permiten. La pérdida del espíritu crítico y un modelo educativo-social demasiado centrado en adquirir herramientas en lugar de fomentar la curiosidad y el debate, son la ensalada perfecta para esta decadencia latente que nos deja la crisis del Covid.

La parálisis del dinamismo de Barcelona ha sido contestada esta semana en la calle por unos representantes económicos y de perfil social que hasta la fecha cultivaron el arte de no mojarse ni bajo la ducha. Los intereses políticos que hay detrás de este movimiento son diversos y van en direcciones contrarias (aunque no había lazos amarillos entre los concentrados), pero sí que aúnan un hartazgo con la vista puesta a unas municipales que tendrán lugar en año y medio y en que, por el momento, todo está abierto a la espera de la evolución demoscópica.

Podemos ir a uno de los pools de candidatos más gris de los últimos años o a una batalla por quién se marca el mejor efecto sorpresa con el anuncio del alcaldable estrella de turno. Ambas estrategias están abiertas y lo único claro con la evolución de las encuestas de los últimos meses es que Vox tiene todas las papeletas para entrar en el Ayuntamiento de Barcelona sea cuál sea su cabeza de lista. Y, por la idiosincrasia municipal, con un mínimo de tres representantes. El que más avanzado tiene el debate interno sería la CUP, que necesita alguna figura con gancho para volver a la corporación municipal. Todas las miradas están puestas en David Fernández. O sea, más grupos municipales que nunca.

La calma chica que se respira en la política local de la capital catalana contrasta con la actividad de los representantes económicos. Los mismos que se abrazaron por primera vez tras la pandemia en las últimas jornadas del Círculo de Economía y que hace tan solo una semana llenaban el MNAC en el primer gran acto postCovid, la entrega de unos premios Planeta en que los que se ovacionó en dos ocasiones a los Reyes de España. Una de ellas, previa demanda pública del presidente del grupo editorial, José Creuheras. Más allá de la anécdota, la actitud de esta burguesía catalana contrasta con la de su pasado más reciente y muestra un cambio de signo. De formar parte del nacionalismo que representaba Convergència, algunos de ellos han llegado a votar a los socialistas en las últimas elecciones.

Disponer de referentes es necesario, pero últimamente no cunden los ejemplos. El expresidente del Gobierno Felipe González también ha pasado por Barcelona para dejar claro por enésima vez que la contención no es lo suyo. Ha coincidido con la burguesía local en reivindicar a la monarquía --en su caso, pedir que el Emérito regrese-- y ha recomendado cuáles son las líneas maestras que debería seguir la política local y catalana. Saber retirarse a tiempo es un arte que muy pocos practican.

No parece que le hayan escuchado demasiado en la Generalitat, donde los pesos pesados del partido del presidente, Pere Aragonès, han estado este sábado en Donosti para reivindicar el acercamiento de los presos etarras. La manifestación que acaba con una semana de equilibrios espectaculares entre los partidos nacionalistas de Euskadi que abrió Arnaldo Otegi al hablar de forma clara de que el dolor de las víctimas del terrorismo nunca tuvo que ocurrir, el máximo representante de una Bildu que intenta contentar con la protesta a los más radicales de sus bases pero también quedarse en la moqueta del Congreso, como se le recordó desde PNV, y mantenerse como socio del PSOE.

Más allá de la incongruencia de la dispersión de unos presos que desde el fin de la lucha armada de ETA son comunes, la presencia de políticos catalanes --Oriol Junqueras, Raül Romeva, Carme Forcadell, Josep Rull (de JxCat), Dolors Bassa y su hermana Marta, diputada en el Congreso-- en la manifestación no ha conseguido demasiados fanses de la sociedad vasca. De hecho, a muchos les ha sorprendido. Especialmente porque, aunque ahora sean reos comunes, los presos vascos llevan consigo condenas de delitos de sangre muy alejadas del caso catalán. Por lo que cualquier intento de hacer una analogía entre la presunta represión que se vive en Cataluña --otro mantra independentista-- y lo que vivió, y por suerte acabó hace una década, la sociedad vasca no les deja en demasiado buen lugar. Lo único que te agradecen los amigos vascos es que, en esta ocasión, no sean ellos los protagonistas del lío.

La pérdida de grandes referentes y la gestualización a todos los niveles nos deja a veces al borde del ridículo. En determinados contextos, recuperarse no es fácil.