Los ideólogos del nacionalismo catalán son muy eficaces en el dominio de los medios de comunicación y en la elaboración de mensajes que hilvanan un relato seductor para algunos sectores de la población. Eso hay que reconocerlo. Por razones muy complejas que quizá no vienen al caso, lo que hoy llamamos constitucionalismo no ha sabido o no ha podido tejer un discurso capaz de hacerle frente.

Pero donde la inteligencia nacionalista ha fracasado es en la cuestión de fondo, más allá de esa victoria a corto en los medios, las redes sociales, incluso en la escuela. Porque el tema fundamental es cómo articular la convivencia en Cataluña sin vencedores ni vencidos, cómo dibujar la estructura de esta sociedad en la que convergen tantas culturas.

Es un disparate pensar que el pal de paller de los más de siete millones de personas que viven en Cataluña se va a articular en torno a una idea de país que ni siquiera sabemos si alguna vez existió, que refuerza la identidad imaginaria de quienes son catalanes de origen frente a los que llegaron de otras partes de España a lo largo del siglo pasado; más los centenares de miles que después viajaron hasta aquí procedentes de otros lugares del mundo; más los descendientes de esas dos grandes migraciones.

Este es un país en el que una buena parte de sus cargos directivos proceden de aquella emigración interna, en el que algunas de sus grandes empresas son obra de primeras y segundas generaciones de gente de fuera, un país que dentro de poco verá reproducirse el mismo fenómeno en personas con raíces en otros continentes.

Ningún inmigrante consciente de que con él viaja también una historia, una forma de ser y de mirar al mundo acepta de buen grado lo que hay detrás de la palabra integración, y mucho menos de la asimilación que aquélla supone cuando la usa un nacionalista. Jordi Pujol era consciente de lo que podía ocurrir en el futuro; de ahí que ya en los 60 escribiera que las gentes que llegaban a Cataluña desde el sur de España no transportaban más que su fuerza de trabajo: ni cultura, ni ideas. El padre del nacionalismo catalán meditaba lo que al final terminó siendo la inmersión. Y no solo en lo que se refiere al idioma, ni tampoco a la enseñanza, sino a un modelo social que fue preparado engañando a muchos y con la complicidad de no pocos.

Ciudadanos es la cristalización en unas siglas de la resistencia sorda al estado de cosas que el nacionalismo empezó a plasmar en hechos en los primeros 80. Al margen de su ideología --socialdemócratas primero, liberales después--, lo que representan las gentes de este partido es precisamente a ese catalán que reclama respeto a sus derechos y que considera que las leyes y las instituciones no le tienen en cuenta.

Y lo hacen con vehemencia y sin complejos, levantan la voz usando cualquiera de los dos idiomas oficiales. Una actitud imperdonable porque rompe el statu quo y provoca la ira de los nacionalistas y, lo que es peor, la vergüenza de quienes han mirado a otro lado.

Los dirigentes más conocidos de Cs han tenido que pagar un precio personal muy alto en cuanto a vacío social y acoso. Incluso el más tonto de la clase se ha dado cuenta de que buscan otros ambientes más amables, que se dan un respiro en busca de otros proyectos; se imagina el cretino que con su marcha el asunto se acaba, como cuando los funcionarios del Estado que están incómodos aquí piden otro destino, y por eso les despide con burlas. En absoluto. Estos señores son de aquí y tienen los mismos derechos que el bobalicón que les señala.