La muerte como arma arrojadiza de los políticos. Las bajas pasiones como instrumento de oposición. El linchamiento y la venganza como estrategia electoral. Ha pasado. Está pasando. Cada vez que se produce un crimen atroz como el de Laura Luelmo, martirizada por un vecino con antecedentes criminales, surgen voces a favor de endurecer las condenas e incluso introducir en nuestro Código la pena de muerte. Legislar a golpe de titular. ¿Cabe mayor obscenidad?
Ocurrió en el Congreso, donde el líder del PP, Pablo Casado, instó al Gobierno a mantener la prisión permanente revisable que los populares aprobaron en 2015. Pedro Sánchez respondió, y no le falta razón, que esa medida no ha evitado nuevos asesinatos como el de Huelva.
Impacta leer ahora las palabras que en su día escribió la propia víctima: “Te enseñan a no ir sola por sitios oscuros en vez de enseñar a los monstruos a no serlo". Laura resumía así, no solo la necesidad de ir más allá de la pura reacción punitiva, poco o nada disuasoria como demuestran, por ejemplo, las 96 mujeres asesinadas este año, sino también esos irritantes, sexistas y desgraciadamente frecuentes comentarios sobre la culpabilidad de las víctimas. Esto es, en la imprudencia/temeridad de determinadas féminas que se atreven a salir a correr solas --Laura acostumbraba a hacerlo--, ir a los Sanfermines --se arriesgan al magreo-- o subir a un coche con hombres --una de las víctimas de La Manada lo hizo--.
Nada nuevo bajo el sol de nuestro machismo social, pues este tipo de reproches, en algunos casos post mortem, ya los oímos e incluso leímos en la tristemente famosa sentencia de la minifalda, en la que un juez rebajó una condena por agresión sexual por la vestimenta de la víctima. Inculcar el miedo es una de las armas más efectivas de ese androcentrismo cultural que se alimenta de una lluvia fina de prejuicios y hábitos ancestrales. Combatirlos es prevención. Y eso requiere de una lluvia fina, pero constante, de pedagogía no sexista. En las escuelas, en los hogares, en los bares, en los medios de comunicación. En el día a día.
Es utópico, quizá imposible, pero centrar los esfuerzos en cambiar el Código Penal cada vez que se produce un hecho luctuoso es tan cortoplacista como esos políticos que, para pescar un puñado de votos, vociferan a favor de una pena de muerte que, lo vemos en Estados Unidos y en otros países, no tiene efectos persuasivos. La mente de un asesino no entiende de castigos ejemplares. No obstante, nuestro texto punitivo ya es lo suficientemente duro, pero necesitamos jueces valientes en ese sentido. Pero nada de esto tiene que ver con la prevención, y sí con las reformas y contrareformas que los políticos idean.
Vox, el mismo partido que quiere cargarse la ley de violencia de género, brama ahora por la cadena perpetua. Y el PP aprovecha el asesinato de Laura para cargar contra Sánchez, en lugar de tender la mano en una medida, polémica pero que ya contempla el Código Penal, como es la libertad vigilada tras el cumplimiento de las condenas. Fue el exministro Alberto Ruiz-Gallardón el artífice de esa modalidad, que sectores progresistas de la judicatura calificaron de inconstitucional, dado que se aplica a personas que ya han pagado sus deudas con la Justicia. La vicepresidenta Carmen Calvo hizo ayer un llamamiento a "hacer más efectiva" esa vigilancia. Y esto pasa, obviamente, por destinar más recursos a una administración de Justicia, siempre olvidada. Siempre vilipendiada.