Una de las cosas que más me gusta del mundo es ir en coche y que de pronto suene por la radio algun hit discotequero de los noventa: Smile, Free from desire, The sign... Mi cabeza empieza a moverse a ritmo del chumba chumba y me imagino con 17 años subida al podium de Nivell 2 o de 759, mis discotecas habituales, hoy tristemente desaparecidas.

Ahora no me metería en una discoteca de esas ni loca, pero entonces me encantaban. Me gustaba bailar mákina, y me gustaba el momento en que se acercaba la hora de cerrar y empezaban a sonar canciones lentas de U2, Nirvana, o el Nascut entre Blanes i Cadaqués de Sopa de Cabra, que invitaban a que nos fuéramos de una vez. Me recuerdo ahí, en medio de la pista, aún bajo los efectos del alcohol y dándolo todo, en lugar de estar pendiente del móvil como imagino que estaría ahora.

Los que crecimos en los 90 tenemos esta ventaja: todavía recordamos el mundo cuando era analógico y salíamos de fiesta vestidos todos igual, según la moda que dictara tu tribu (¿camisas de cuadros, náuticas, tejanos Levi’s, Dr. Martens?) sin estar pendientes de los influencers de Instagram. Y al día siguiente, con la resaca, veíamos la tele --el gran dios que lo sabía todo-- y nos tragábamos peliculones como El silencio de los corderos, Instinto Básico, Pulp Fiction, Forrest Gump, Romeo y Julieta, Jurassic Park o Matrix sin distraernos contestando Whatsapp o leyendo valoraciones en IMDB.

Los 90 marcaron nuestra forma de ver el mundo, tuvieron su particular zeitgeist, como escribe el escritor y ensayista estadounidense Chuck Klosterman en su nuevo libro, The Nineties. A Book (Los noventa. Un libro), donde se centra en explicar el espíritu vital que reinó en el mundo desde que Nirvana lanzó el disco Nevermind, en 1991, hasta que se cayeron las torres gemelas de Nueva York, en 2001.

Sin que yo me haya dado cuenta, resulta que en los últimos años los 90 se han convertido en fuente de inspiración y estética para los nativos digitales, fascinados con la libertad que supone de que existiera un mundo donde la gente salía de fiesta y se presentaba a los demás sin la presión de que luego serían espiados en sus perfiles en redes sociales.

“Cada generación tiende a estar intrigada por la generación veinte años más joven”, escribe Klosterman en su libro, reseñado hace poco en The New York Times. El autor repasa cada uno de los objetos y sensaciones que marcaron esa época: los teléfonos fijos colgados en la pared, la emoción de descubrir un número desconocido acabado en *69, el año del Y2K (el error de software mundial que los programadores pensaban que ocurriría al pasar al año 2000), los rollos de papel saliendo de la máquina de fax, el ruido de los módems de marcación analógica, las cámaras de video VCR...

Objetos que la generación Z se empeña ahora en recuperar, y que marcan “diferencias suaves” con el mundo en que vivimos, escribe Klosterman, pero, al fin y al cabo, diferencias.

Mientras leía los comentarios de Klosterman, me vino a la cabeza una imagen del joven actor Timothée Chalamet haciendo de Yule, el adolescente que se enamora de Jennifer Lawrence en la peli de Netflix Don’t Look Up. Su atuendo, entre punk y skater, parecía sacado de mi juventud: pelo largo, gorra de beisbol hacia atrás, chaqueta puffer, camiseta negra desgastada. Supongo que era un ejemplo de la obsesión de la gen-Z por recuperar el estilo de los 90.

Un par de semanas después de ver la peli, paseando por la noche con un amigo por plaza Urquinaona, nos cruzamos con varios adolescentes vestidos con el mismo corte de pelo (se llama mullet) camisa de leñador y pantalones ajustados que llevaban mis compañeros de clase que preferían ir a escuchar rock a Plataforma o a la sala CLAP de Mataró (en el caso de que vivieras en el Maresme), en lugar de a Nivell 2 o 759.  ¡Ay, 759!  Todavía hoy se me encoje el corazón cuando paso por delante del gigantesco Mercadona y me acuerdo de que allí se erigía la pista de baile que marcó mi juventud.